2019: los ya derrotados, los aún no victoriosos (I)

por GEES, 3 de enero de 2019

En 1689 se produjo la revolución inglesa, llamada gloriosa, con el establecimiento de una carta de derechos; en 1789, la francesa, con la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano; en 1776, la americana, con el complemento de la Constitución de 1787. Las revoluciones se originan intelectualmente en Inglaterra, se proclaman universalmente en Francia, que se encarga de propagarlas con la violencia es menester, y se perfeccionan en su justo término en los Estados Unidos.

 

El paralelismo con el presente es significativo: a mediados de 2016, el Reino Unido decide en referéndum su salida de la Unión europea; en noviembre, el pueblo americano elige a Trump presidente; y en 2017 y 2018 la elección a presidente de Francia se salda con un electo sólo por descarte que genera inestabilidad en el régimen con la Constitución más estable del continente. ¿Por qué? Las elites o el establishment han fracasado en la conducción del “fin de la historia” que predijo en 1989 Fukuyama y los pueblos tratan de encauzar la situación hacia lo que, por falta de mejor nombre, puede denominarse el conservadurismo democrático.

 

Este es el tema de nuestro tiempo.

 

En 2018 la situación puede resumirse así: las elites ya han sido derrotadas, aunque mantengan sus posiciones y privilegios; y los pueblos aún no han logrado definir la alternativa, por falta de líderes – acaso con la excepción americana – pero están a punto de hacerlo. 2019 será el año de la concreción de esta revolución.

 

En 1992 se aprobó el tratado de Maastricht. La evolución de la comunidad económica europea, entonces conocida como mercado común o Europa de los mercaderes, a veces con un tinte algo despectivo, que llamaba a una integración incesantemente creciente entre sus países miembros, había llegado a un punto álgido con el cumplimiento del Acta Única de 1986. Había alcanzado sus propósitos de cooperación económica y comunidad de derecho. Entonces, el canciller alemán Helmut Kohl y su contraparte francesa, siendo los dirigentes de los dos países más ricos y poderosos, diseñaron un proceso de integración futura. Se trataba de crear una auténtica unión europea a través de la integración económica plena que incluiría una divisa común. Como la integración con el modelo supranacional de lo que constituía la comunidad europea era aún utópica, consideraron que había que proporcionar un proceso para la adopción del Euro que fuese acompañado con una unificación política que seguiría a la económica. En la primera fase del proceso la cooperación en lo que dio en llamarse los otros pilares de la unión, justicia e interior, política exterior y de seguridad común no seguiría los criterios jurídicos de la comunidad europea – supranacionales – sino que sería durante un tiempo cooperación internacional típica – con votos que respetasen el veto de los estados miembros – hasta que se pudiesen finalmente integrar los dos nuevos pilares en el pilar de la comunidad europea, de carácter supranacional.

 

La comunidad económica había nacido con tres tratados de los años 50 destinados a evitar la guerra mediante la creación de instituciones comunes que promoviesen el intercambio de bienes entre los miembros, haciendo poco rentable la guerra y provechosa la paz. Su razón de ser era principalmente evitar las dos calamidades del siglo XX – 20 millones de muertos en 1918, 65 millones de muertos en 1945 – preservando a Europa occidental del comunismo mediante su prosperidad y libertad – idea prefigurada con el Plan Marshall que se prodigó en Europa pero que se hurtó a España.

 

No obstante, el salto adelante que el directorio de los democristianos alemanes y los socialistas franceses querían dar requería muchos equilibrios, no siendo los menores los económicos en materia de fiscalidades nacionales. Cómo conciliar la cultura pródiga católico- sureña con la ahorradora, calvinista-luterana, de más allá del Rhin. Se logró un acuerdo en las normas para la creación del Euro algo favorable a la segunda, pero los castigos por incumplimiento quedaron algo desfigurados pensándose como se pensaba que todo iría bien y sería exitoso. El otro equilibrio requería que los tratados contasen con un suficiente respaldo popular, según la impecable fórmula del Imperio Romano: SPQR; el Senado, sí, pero también el pueblo de Roma. Así que Mitterrand sometió el complejo texto a referéndum enviando a los electores un panfleto largo y abstruso en papel muy finito y letra muy chiquita. Sólo Philippe Séguin, un representante de la derecha tradicional, hizo campaña en contra, estimando que la sangría de soberanía era extemporánea y excesiva. Ganó el sí,…por un 51,04%. Cuando nació, el proyecto de la Unión europea ya había muerto. Un cambio de tal radicalidad impuesto al continente sólo hubiera sido posible con un respaldo popular inequívoco. Nunca existió, pero se empeñaron. Y en ello siguen.

 

Inglaterra siempre había considerado como su política exterior la de equilibrar los excesos de poder del continente. Tras la II Guerra Mundial, época en que volvió a cumplir su destino histórico, venida a menos con la pérdida del Imperio, particularmente de la India, se quedó al margen de la comunidad europea. Pero intentó entrar dos veces, y el general de Gaulle que, como todo francés, conocía y rivalizaba con los ingleses en todo, les hizo el favor de impedir su ingreso, basándose en consideraciones históricas y geopolíticas del ser de cada nación. Siguieron insistiendo y entraron. Coincidiendo con el cénit de la crisis pos-colonial cuando varios gobiernos socialistas llevaron al país a la bancarrota y finalmente a la intervención del FMI. Con todo, ingresaban presumiblemente para actuar en la comunidad europea como una especie de caballo de Troya. Obviamente, cuando la cuestión quiso llevarse más lejos (Maastricht), a pesar de los esfuerzos de John Major, primer ministro entonces, quedaron fuera por una disposición excepcional (opting out)de la unión económica – euro – que debía llevar a término a la unión política.

 

Pero el empeño prosiguió. Espoleada la comunidad europea por la entrada tras la caída del Muro de casi todo el antiguo Pacto de Varsovia en la familia comunitaria, quedó claro a muchos que se debía intentar esa unión política. Varios proyectos de Constitución vieron la luz y finalmente se encargó a Giscard d’Estaing la redacción de una constitución europea. Era, es, un altivo expresidente de la República francesa cuyo logro político había sido dar a luz en Francia el centrismo siendo él el más aristocrático de los presidentes de la V República, como demostraba cuando acudía a cenar tras año nuevo en casa de algún conciudadano comportándose en modo mucho menos que popular y dicharachero. Se creía venido el momento de la unión política cuando aún la económica, y el euro, estaban lejos de consolidarse. Los orígenes cristianos de Europa fueron deliberadamente excluidos. Nadie recordaba la obra del romántico alemán Novalis: Die Christenheit oder Europa, la Cristiandad, es decir, Europa.

 

Fue entonces, cuando se abrieron todas las puertas del infierno del despotismo poco ilustrado que nos gobierna. Se aprobó un texto que daba la razón al dicho “Qué es un camello, un caballo diseñado por un comité” y se sometió al pueblo. En algunos sitios, como Zapatero en España, como un trágala al que no se podían poner peros so pena de ser excluido de la vida civil; en otros, por mera diversión, como en el diminuto Luxemburgo. Finalmente, en alguno, con la esperanza del sí, se dio libertad de voto. Primero Francia y luego Países Bajos dijeron rotundamente no.Qu’à cela ne tienne! No pasa nada. Se reconvirtió la Constitución en tratado de Lisboa y se hizo derecho vigente de la Unión. Si esta había nacido muerta con el tímido sí francés del 92, lo que ahora se iniciaba era la época de la auténtica putrefacción del despotismo absolutamente desbocado de las élites europeas. Se hizo votar varias veces a Irlanda hasta obtener el resultado deseado y en esas llegó la gran crisis económica del 2007-2008, que en Europa fue la crisis del Euro.

 

Pasaron infinidad de cosas, desde la entrega de préstamos aquí y allá para el sostenimiento del Euro de manera artificial, hasta el cambio de poder político en varios países: Grecia, España, Italia,… empujado y en ocasiones decidido directamente desde Europa. No necesariamente Bruselas. El primer ministro italiano además de no haber llevado a cabo una política especialmente saneada en materia de cuentas públicas había dicho cosas feas de la canciller alemana Merkel. Así que lo echó. Y los italianos tuvieron que votar a un señor jovencito que debería cumplir todo lo que dijeran los déspotas de la unión y los países dominantes. Funcionó a medias y hoy toda Europa yace con un 100% de deuda pública, que viene a ser un 40% más que la norma obligatoria para poder ser miembro del Euro según Maastricht. Pero, no nos obsesionemos con gobiernos de leyes y no de hombres, que nos perdemos. 

 

Salida Europa de esta crisis, y Estados Unidos, el otro lóbulo de Occidente, en una demostración insólita de que el capitalismo si no se anula con violencia la propiedad privada, es prácticamente indestructible vengan las crisis que vengan y aunque se imprima todo el dinero del mundo, los déspotas sacaron fuerzas de flaqueza. A pesar de la heterodoxia con la que se había gestionado la situación, estábamos aproximadamente a flote de nuevo.

 

Hete aquí que este fue más o menos el momento que eligió un super elitista primer ministro del Reino Unido para preguntar a los ingleses si se consideraban europeos. Parecía un chiste, pero como la falta de contacto con las personas normales parecía ser de rigor en la Europa que mandaba, lo hicieron, incluso esperando que saliese el sí a la Unión europea. Bien es verdad que para entonces ya casi todos los medios eran meras correas de transmisión del poder establecido. Sin embargo, old traditions die hard, prevaleció el no.

 

Pero ya las élites y la Unión habían perdido completamente el Norte respecto a cualquier pretensión de proyecto democrático. Sería su modo o de ningún modo. No estaban ya dispuestos, una vez cogida la carrerilla de adoptar tratados sin respaldo popular suficiente, a atender nunca más a las elecciones del pueblo. Así que comenzaron a denigrar sin medida cualquier elección en la que sus posturas, las únicas admisibles salvo pena de excomunión comunitaria, resultaran rechazadas. El combate era a muerte. Aunque fuera entre la voluntad popular y ya ni siquiera las convicciones de la élite, sino meramente su posición laboral a la que habían subordinado, o adaptado si se sienten indulgentes, su convicción.

 

Cameron sí dimitió, lo que demostró que una democracia en la que se mantienen las tradiciones no escritas, aún podía salir adelante. Leges sine moribus vanaedecían los clásicos, y nunca han tenido más razón que ahora.

 

El establishment, por tanto, no consideró la situación como una derrota definitiva. No en vano había ideado un artículo de los tratados europeos que no existía cuando en 1965 el general de Gaulle amenazó con irse de la comunidad si los alemanes no financiaban la política agrícola común. Le decían: pero general, no hay una opción jurídica para salirse. Contestaba, si quiero marcharme, me marcho. Y se fue. Poco después los alemanes pagaron. Y volvió. Y ya. Hasta hoy. El caso es que toda la elite europea se dispuso a usar la opción jurídica de marcharse del único modo que puede interpretarse en el mundo de derecho archi-positivo y archi-injusto del presente, para redactarle a Theresa May un documento en que se dijese que el Reino Unido salía pero sin que saliese. Y para ello tenían dos años. ¿Quién ríe el último? Decían de nuevo a los votantes. La última.

 

En efecto, meses después, cuando la elite occidental creía perpetuar en Hillary Clinton la destrucción de los Estados Unidos de América a que se había dedicado minuciosamente Obama, Trump se convirtió en presidente por haber defendido el programa de los perdedores del “fin de la historia” fukuyamesco.

 

La elite tembló. Desde entonces no ha parado de hacerlo. Pero, como bestia herida, se resiste y se vuelve peligrosa. Más.

 

En 2017 salvó una bola de partido al no llegar al poder en Holanda el grupo de Geert Wilders, pero fue a cambio de consagrar en el poder a los liberales holandeses que, de una manera muy moderada - no es más que Holanda - habían sustituido al consenso socialdemócrata- cristianodemócrata que ha venido gobernando Holanda, y Europa, desde que los marines desembarcaron en Normandía.

 

Creyó haber salvado, y esta sí que fue por los pelos, la segunda bola de partido cuando Emmanuel Macron acabó con Marine Le Pen en el último debate de las elecciones francesas. Pero era un espejismo. Macron llegaba al poder con un 65% de los votos emitidos, que eran menos que nunca, con un respaldo popular exiguo y en una situación de pre-guerra civil entre la minoría de acogida y la mayoría de franceses, según habían descrito el enfant terribleHouellebecq en una novela de 2015 y el comentarista Éric Zemmour en su libro Destin Français. Así que Macron, después de hacer un par de reformas chocó contra el muro de la revuelta popular, llamada ahora chalecos amarillos, que es mucho más hortera que un bonete frigio, pero qué se le va a hacer, y se dispuso a atrincherarse y atornillarse a la silla del Elíseo por los 4 años que le quedan. Si es que le quedan.

 

Entretanto, un gobierno italiano popular ha sustituido al muchachito que había puesto Merkel, y se le ha intentado descabalgar rechazándole Bruselas un presupuesto con el 2,4% de déficit – se puede tener una deuda de más del 60% de Maastricht, lo que ciertamente es el caso de Italia, pero no un déficit de menos del 3% máximo de Maastricht, dime quién eres y te diré que regla te aplico es la nueva fórmula del Estado de Derecho en Europa -. Entretanto, los países del Este rechazan con cada vez más violencia verbal las imposiciones de la Unión temiendo un resurgir de la uniformización soviética, cosa a la que contribuye la prohibición de salida – marca del Muro de Berlín -  impuesta al Reino Unido con un acuerdo en el que se le sigue vinculando a la Unión.

 

Entretanto, por fin, el último motor inmóvil de este tinglado, la canciller alemana Merkel ha perdido tantos votos regionales desde que decidió hacerse con el mando de esta Unión y especialmente desde que se empeñó en hacer posible lo imposible al invitar a todos los refugiados y demandantes de asilo del mundo por faltar alemanitos para pagar pensiones – por cierto, ¿por qué no hay esperanza en Europa para tener hijos si es tan superferolítica la Unión europea? -, que abandonará el poder en 2021. ¿Cómo va un pato cojo a sostener a la Unión europea?

 

En resumen, la élite ha perdido. ¿Ahora, qué?

 

Si no se construye una alternativa creíble, si no se ponen las bases de una reconstrucción, que ha de ser civilizatoria, pues la crisis es honda, los perdedores seguirán al mando. 2019 es el año en que ha llegado el momento de darles un descanso.