Breve teoría del centro electoral español

por Miguel Ángel Quintanilla Navarro, 30 de junio de 2008

El concepto “centro político” se ha convertido en los últimos meses en el núcleo del debate que tiene su origen en la derrota del Partido Popular en las elecciones de marzo. No obstante, la importancia ideológica que se le concede y las virtudes electorales que se le suponen no evitan que se trate de un concepto en extremo impreciso y polémico. Con frecuencia, el centrismo irrumpe en el debate político mediante un razonamiento que podría resumirse así: la sociedad española manifiesta ser de centro, puesto que los españoles se ubican en la escala ideológica en un punto del centro ligeramente escorado a la izquierda, y, en consecuencia, quien desee ganar las elecciones debe procurar acercarse hasta ese punto. En la medida en que un partido se aproxima a él, se aprecia electoralmente, y en la medida en que se aleja, se deprecia.
 
Desde esta perspectiva, el centrismo podría definirse como la posición de quienes se sitúan en el centro o en sus proximidades, posición cuya característica principal sería el rechazo de los perfiles políticos marcados, la huida de las posiciones asentadas en principios claros, un cierto rechazo universal a las ideologías y a quienes las defienden, y el gusto por los términos medios, por las ofertas electorales que no se definen dogmáticamente y que voluntariamente rebajan la presión ideológica sobre el elector hasta situarla en un punto próximo a cero, que es el que se supone propio del centro perfecto.
 
Pero la historia electoral de la democracia española se resiste a ser interpretada mediante este paradigma, pese a su casi indiscutida preeminencia. El centro político debe definirse de un modo diferente si se desea que los resultados electorales que se han producido en España desde 1979 puedan ser interpretados conforme a la evolución de la posición de los españoles en la escala ideológica, como se expone en los gráficos siguientes (los tres gráficos en Mariano Torcal y Lucía Medina, “Ideología y voto en España 1979-2000: los procesos de reconstrucción racional de la identificación ideológica”,  Revista Española de Ciencia Política, nº 6, 2002):

 
 
Gráfico 1
 
 
Gráfico 2
 
 
 

Los gráficos anteriores muestran, por ejemplo, que entre 1979 y 1982 la posición media del electorado se desplazó hacia la derecha (desde el 4,72 hasta el 4,81), mientras que UCD se desplazó hacia el centro. Atendiendo al pensamiento canónico del centrismo, UCD debería haber mejorado sus resultados electorales en 1982, pero es evidente que no lo hizo. Sin embargo, el PSOE se movió hacia la izquierda de la escala, desde el 3,9 hasta el 3,56, en el sentido contrario al seguido por el conjunto del electorado. Pero ganó por mayoría absoluta.
 
Si nos detenemos en las elecciones del año 2000, advertimos que el PP se encontraba ubicado en el 7,43 de la escala, mientras que el electorado se situaba en el 4,9. Puesto que el PSOE se situaba en el 4,28, lo razonable hubiera sido que ganara. El PP estaba a 2,5 puntos del centro; el PSOE, sólo a unas décimas. Pero ganó el PP.
 
Parece, por tanto, que la mera teoría del centro descrita anteriormente no nos permite interpretar el comportamiento electoral en algunos momentos fundamentales de nuestra reciente historia política.
 
Sin embargo, hay una interpretación diferente del centro político que rinde mayor utilidad. En España, lo que parece existir es un gran número de electores que consideran aceptable votar al PSOE y al PP, y que determinan el sentido de su voto por razones que poco tienen que ver con la “despresurización ideológica” de la oferta que se les hace. En realidad, los datos parecen indicar lo contrario, como muestra el  gráfico siguiente:

 
 
Gráfico 3
 

Ni el éxito electoral del PSOE en 1982 ni el éxito electoral del PP en el año 2000 guardan relación con la pérdida de visibilidad ante los electores. La ajustada victoria del PP en 1996 coincide con una notable clarificación de su imagen pública desde 1993 y con una ajustada ventaja sobre el PSOE, aunque el lugar en el que lo situaran los electores estuviera mucho más alejado del centro teórico de lo que lo estaba el PSOE: en 1996, el PP era situado en el 7,94; el PSOE, en el 4,52; la media de los electores, en el 4,71. El PP no aventajaba al PSOE en cercanía al centro electoral, pero estaba muy claro lo que era. En el año 2000, la mayoría absoluta tampoco se fundamentó en la imprecisión del mensaje o en la falta de un perfil diferenciado: sólo el 4,9 por ciento tenía problemas para situar al PP, aunque fuera lejos del centro.
 
Lo que todo esto parece indicar es que lo que caracteriza al votante centrista es que considera que el PP es un partido perfectamente “elegible”, perfectamente integrado en el sistema democrático, independientemente de que se sitúe en una posición más o menos cercana al centro teórico de la escala ideológica. El votante centrista no tiene problema alguno en votar a un partido situado claramente a la derecha del centro cuando lo considera conveniente, aunque antes haya votado a un PSOE muy radicalizado.  Elaborar una campaña de imagen para ese electorado es perder el tiempo, porque no la necesita. Por el contrario, ese electorado aprecia la claridad de ideas y la coherencia de los mensajes, y cuando se actúa como si el propio partido tuviera que purgar alguna culpa esencial, en realidad se transfiere esa culpa a los votantes que eligieron al PP, que probablemente quedarán sorprendidos de que aquel a quien otorgaron su voto se reconozca ahora indigno de haberlo recibido.
 
Desde el punto de vista de la estrategia electoral, resultaría, pues, erróneo que se tratara de buscar un punto más centrado de la escala ideológica mediante un oscurecimiento de los mensajes o mediante el desvanecimiento intencionado de las ideas y de las políticas que el electorado reconoce como propias del PP. Se puede ganar situado lejos del centro teórico, pero no se puede ganar sin dejar claro lo que se es. El votante centrista no es el que desprecia los conceptos “izquierda” y “derecha”, sino el que los acredita por igual como opciones electorales legítimas dentro de un mismo sistema. No es el que dirige su voto “hacia” el centro sino “desde” él. Y lo dirige hasta el lugar que cree razonable hacerlo, es decir, hasta donde esté el partido que mejores argumentos y razones sepa exponerle. Podríamos decir incluso que lo que caracteriza al votante centrista es que se trata de un cliente electoral muy exigente, que, de entrada, demanda a los partidos que solicitan su voto claridad y coherencia, es decir, ideología.
 
La claridad del mensaje es una condición necesaria para ganar cuando se es oposición: si no se percibe el beneficio de cambiar de Gobierno, el cambio no se produce.
 
El análisis electoral sugiere que los resultados de marzo de 2008 deben llevar al PP a aumentar su competencia con el PSOE, no a rebajarla, porque la causa de la derrota no estuvo en un exceso de claridad en el mensaje. El electorado español no penaliza la disputa política abierta e intensa, la agradece. Si lo que de verdad se pretende es no caer preso de las estrategias de los grupos de comunicación, la primera trampa a evitar es la idea de que afirmar un perfil electoral nítido y diferenciado produce una tensión social que el electorado rechaza. Lo que rechaza es que se le pida el voto sin que se le diga con claridad para qué se le pide y por qué no debiera dárselo al rival, especialmente si quien se lo solicita se encuentra en la oposición.
 
No parecen existir precedentes que permitan suponer que en las actuales circunstancias, con los resultados de marzo, reducir la presión ideológica que se transmite al electorado contribuya en modo alguno a mejorar los resultados cuando se es oposición, aunque eso sí podría servirle al Gobierno, como durante el período 1982-1993. Eso es lo que el PSOE hizo después de las elecciones de 2007, impedir la visibilidad del PP en la medida de lo posible, y parece que ésa va a ser su tarea durante esta legislatura: parecerse al PP lo suficiente como para que las diferencias no sean apreciables. Si el PP le facilitara esa tarea aseguraría su propia derrota, porque los electores carecerían de razones para cambiar de Gobierno.