El ascenso del hombre débil

por Rafael L. Bardají, 19 de octubre de 2022

Francis Fukuyama la ha vuelto a liar. El autor del célebre “El final de la Historia”, primero artículo en 1989 en Foreign Affairs y luego libro, en 1992 saca un nuevo ensayo, a contracorriente, donde intenta mostrar cómo los llamados líderes fuertes, de Putin a Xi, están perdiendo y, por tanto, el futuro de la supremacía de las democracias liberales está garantizado. Conclusión: el final de la Historia sigue vigente. No hay nada superior al mercado libre y la filosofía liberal.

 

Hay que reconocer que su teoría del final de la Historia resultó muy atractiva allá por 1989, cuando veíamos cómo se descomponía el Pacto de Varsovia, se derrumbaba el telón de acero y la URSS pasaba a ser la Comunidad de Estados Independientes con Rusia como principal heredera de la etapa soviética. Sin adversario comunista, el orden capitalista resultaba triunfador. Es más, era el momento unipolar en el que los Estados Unidos no encontraban nadie capaz de retarles, tal y como escribió entonces Charles Krauthammer. Percepción acrecentada por la exitosa liberación de Kuwait en 1991 tras la invasión por Sadam Hussein en el verano de 1990. 

 

Sin embargo, la Historia no parecía quedar detenerse. En Europa estalla la sangrienta guerra de los Balcanes, forzando a la OTAN a intervenir militarmente. La India y Pakistán estuvieron al borde de una guerra nuclear; China se lanzaba a un proceso de rearme sin parangón; y desde Afganistán, un personaje como Bin Laden y su grupo Al Qaeda planificaban el mayor atentado terrorista de la Historia, el 11S. Y luego vino Afganistán, Irak, Siria, el Estado Islámico y todo lo que sabemos. Si la Historia de verdad se detuvo, no nos trajo la paz perpetua con la se se entusiasmaron algunos en los comienzos de los 90, cuando pedían reconvertir las bases militares en campos de golf y amorosos jardines.

 

El final de la Historia en realidad nos trajo más violencia e inestabilidad. Y con ellas la aparición de lo que el articulista Tom Friedman llamó “el superhombre”. Esto es, por un lado, alguien como Bin Laden, capaz como individuo de declarar la guerra a América y lucharla; y, por otro, la emergencia de personajes fuertes que se constituían en núcleos de poder para imponer sus intereses en medio de la debacle del orden salido de la Segunda Guerra mundial. Como dice Gideon Rachman en su libro The Age of the Strong Man, Vladimir Putin sería el archiarquetipo de este tipo de líderes. Esto es, líderes que se muestran, ante todo, como nacionalistas, que suelen sere conservadores socialmente hablando, que no toleran la disidencia y que desconfían de las minorías; que se dirigen directamente a su pueblo y denuncian las conspiraciones de las elites globalistas o mundiales; líderes que cultivan el culto a su personalidad. Rachman mete en este mismo saco a dirigentes tan dispares como Trump y Xi Jinping, Bolsonaro y Kim Jong-Un; Orban y Modi.

 

Sea como fuere, es verdad que las crisis suelen favorecer el ascenso de lideres decididos, audaces, directos, disruptivos y que están dispuestos a adoptar medidas consideradas “iliberales” por sus detractores con el fin de salvar lo que queda de nuestras democracias, asaltadas y secuestradas por minorías de todo tipo. Hay mucha gente que sinceramente creía que Putin era el baluarte de la civilización contemporánea. Tras su primer encuentro con el líder ruso, George Bush dijo que había visto en sus ojos el alma de alguien con quien poder trabajar conjuntamente. Años después, en sus memorias, Decition Points, reconocía que no había mirado lo suficientemente profundo.

 

Fukuyama ahora se mofa de cuantos vieron en Putin y similares los herederos del actual y decadente orden internacional, cuales reyes de lo que haya por venir. Según él, la fortaleza de Putin se ha mostrado un mito tras el fiasco de Ucrania; Xi se quiere quedar al frente de una China que será más pronto una sociedad de viejos que un país rico; y la fe de los ayatolas está a punto de sucumbir frente a los deseos de modernidad de las mujeres iraníes. Gigantes con pies de barro. De ahí infiere el nuevo, aunque doloroso, triunfo del capitalismo y la democracia liberal y el nuevo final de la Historia, alargada ésta artificialmente desde 1989.

 

Puede que Fukuyama tenga razón y el hombre fuerte ande capa caída, pero eso no me garantiza el triunfo del liberalismo. Porque la democracia no está únicamente amenazada externamente por los lideres fuertes de ese puñado de países que ahora parecen desmoronarse. Sino, sobre todo, por la amenaza interna que suponen nuestros líderes débiles. Acomodaticios a los vientos cambiantes de las opiniones públicas (“la verdad es lo que piense la mayoría” Felipe González dixit); temerosos de ser tildados de xenófobos, machistas y nacionalistas; incapaces de decir la verdad a sus conciudadanos; e instalados en una burbuja que cada vez más se separa de la brutalidad de la vida misma. Blandos e infantiles que sólo saben alimentar caprichos, pulsiones inmediatas y un dese del todo ahora y gratis total imposible de sostener y absolutamente descabellado y amoral.

 

No es la caída de Putin lo que nos va a salvar, sino cambiar drásticamente la mentalidad de una juventud cuya máxima aspiración es llegar a ser funcionario del Estado y no astronauta, por ejemplo; una juventud que supedita el desarrollo de su propia familia e hijos, por la diversión; una juventud instalada en la irresponsabilidad permanente. Y, también hay que decirlo, una juventud a las que sus mayores se lo permiten todo, renunciando a ejercer su propia responsabilidad educadora. Roma cayó ante el empuje de los bárbaros cuando sus crisis internas imposibilitaron su defensa. Me temo que Fukuyama vuelve a equivocarse y que, si no hacemos algo drástico ya, será el final no de la Historia, sino de nuestra Historia.