El lugar para librar la lucha. Ganar la batalla antiterrorista pasa por llevarle la guerra al enemigo

por Clifford D. May, 29 de diciembre de 2008

(Publicado en Townhall.com, 18 de diciembre de 2008)
 
Poco le importará a la mayoría de nosotros lo que digan los historiadores del futuro sobre George W. Bush. Más importante es saber si habrá historiadores en el futuro que puedan trabajar en libertad. Eso a su vez, depende del resultado de la guerra contra las naciones del mundo libre que ahora estamos librando.
 
Habrá gente que tilde de histérico lo que acabo de escribir. No pueden imaginarse a Estados Unidos derrotado por regímenes y redes islamistas. La desdeñosa pregunta hecha por Stalin en respuesta a la oposición de Pío XII - “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?” - es la pregunta que hacen acerca de al-Qaeda y los mulás que rigen en Irán.
 
Hace mucho que pasaron los días de la Unión Soviética pero el Vaticano sigue en pie. Por otra parte, los que creen que las naciones pueden ser destruidas solamente por ejércitos convencionales pero no usando la “guerra asimétrica” se parecen a los miembros de tribus primitivas que pensaban que los misioneros estaban locos por advertir del peligro de los gérmenes: ¿Cómo podrían semejantes criaturas diminutas superar a hombres ya crecidos y armados con sólidos arcos y afiladas flechas?
  
Algo que Bush ha hecho bien desde 2001 es llevar la lucha al enemigo. Los espectaculares ataques del 11 de septiembre fueron planeados por yihadistas militantes que operaban desde el refugio seguro que les proporcionaban los talibanes - el grupo islamista que gobernó Afganistán en los años 90. Pero los terroristas que se deben ocultar o permanecer en constante movimiento, que viven nerviosos por tener que comunicarse vía correo electrónico o por teléfono y preocupándose constantemente porque los vayan a matar o a capturar tienen menos probabilidades de organizar con éxito operaciones sofisticadas.
 
Hay gente que exhorta a Barack Obama a restringir las escuchas telefónicas a los sospechosos de terrorismo en el extranjero, a dejar de llevar a cabo operaciones clandestinas contra blancos terroristas y a conceder a los terroristas capturados el estatus de prisionero de guerra y/o los derechos de los que disfrutan los acusados en los tribunales ordinarios de la justicia penal. Aplicar tales consejos sería una invitación al siguiente ataque terrorista en suelo americano.
 
En la revista National Review Online, Andrew C. McCarthy, Director del Centro de Leyes y Contraterrorismo de la Fundación para la Defensa de las Democracias, escribe acerca de lo que puede ser la refutación definitiva de la actual narrativa describiendo que la administración Bush violó el derecho internacional y la moralidad fundamental al no conceder a los terroristas capturados “los privilegios que las Convenciones de Ginebra conceden a los combatientes legales”.
 
En al artículo se hace ver que lo que resumimos en pocas palabras como “la guerra contra el terrorismo” es algo que se complica por el hecho de que el  sistema existente de leyes y tratados fue diseñado teniendo en cuenta conflictos convencionales. “La idea detrás de las Convenciones de Ginebra, adoptadas en 1949 después de la carnicería humana de las dos guerras mundiales, era civilizar la guerra. Los actores involucrados en estas beligerancias decidieron adoptar este sistema”, en otras palabras, decidieron obedecer las leyes del conflicto armado.
 
Pero los miembros de grupos tales como al-Qaeda (incluyendo su versión en Irak), Lashkar-e-Taiba, los talibanes, Hizbolá y Hamás violan las leyes de la guerra de forma rutinaria y notoria, por ejemplo dirigiendo sus ataques contra civiles, ocultándose entre ellos, no llevando uniforme y no portando sus armas abiertamente.
 
McCarthy, que ha sido fiscal antiterrorista del gobierno de Estados Unidos, también observa que antes de que Bush llegara a la presidencia, el Washington Post y el New York Times escribían editoriales en contra de dar a los “combatientes ilegales” el estado de prisionero de guerra. Ambos aprobaban la decisión de 1987 del presidente Ronald Reagan de no firmar el “Protocolo I”, un anexo a las Convenciones de Ginebra que se diseñó específicamente para incluir a los terroristas en la prohibición de las convenciones contra interrogaciones coercitivas.
 
Las convenciones de Ginebra son tratados y los tratados solamente son válidos entre los estados que los han firmado. No se puede sacar en conclusión que fuesen diseñados para beneficiar a actores no estatales, como organizaciones terroristas, a menos que uno también crea que no hay una diferencia significativa entre al-Qaeda y la Resistencia Francesa (algo en lo que realmente insisten algunos críticos de la administración Bush).
 
McCarthy va más allá: “[L]os terroristas no pueden optar a firmar la Convención de Ginebra. Caen fuera porque, por definición, rechazan sus requisitos humanitarios mínimos. Concederles los beneficios de Ginebra  recompensa su salvajismo y mina los objetivos civilizadores del sistema”.
 
Es absurdo sugerir que Estados Unidos pueda prevalecer en una guerra contra terroristas procesándolos después de que lleven a cabo ataques en los cuales tienen la intención de morir. Un gobierno racional, consciente de su deber de proteger a la población, debe tratar de adelantarse y evitar que los terroristas cumplan su misión. Eso requiere hacer acopio de inteligencia sólida y aplicable.
 
“La mejor fuente de ese tipo de inteligencia es el interrogatorio que se le hace a los terroristas capturados” escribe McCarthy. “La aplicación de estrictas restricciones de Ginebra reservadas para los combatientes legales sería suicida: Se perderían datos de inteligencia que servirían para salvar vidas y no habría reciprocidad alguna para los americanos capturados porque los terroristas los torturarían y los matarían de todas formas”.
 
Poco importa lo que Obama piense de Bush. Lo que sí es importante es que Obama no deseche políticas de acción que funcionan y que comprenda el tema principal del argumento de McCarthy: El derecho que rige en el ámbito nacional e internacional necesita remodelarse para que sirva como “herramienta que funcione contra los terroristas, en vez de que lo haga a su favor”. Las Convenciones de Ginebra no son un pacto de suicidio. Si hay historiadores libres en el futuro, ellos sabrán entender esto.


 

 
 
Clifford D. May, antiguo corresponsal extranjero del New York Times, es el presidente de la Fundación por la Defensa de las Democracias. También preside el Subcomité del Committee on the Present Danger.
 
 
 
 
©2008 Scripps Howard News Service
©2008 Traducido por Miryam Lindberg