El mito de la emigración

por Rafael L. Bardají, 23 de marzo de 2018

(Publicado en Expansión, 23 de marzo de 2018)

 

En España se cree que la inmigración es siempre algo positivo: la derecha tiende a presentarla como un valor económico, pues serviría para cubrir los puestos de trabajo que los españoles rechazan; la izquierda la aprecia por el factor de diversidad cultural que aporta; y el español de a pie convive con ella porque está convencido de que los inmigrantes nos van a salvar nuestras pensiones, siempre en la cuerda floja gracias a la bajísima natalidad en España. Pues bien, todos se equivocan con los números en la mano. De hecho, un reciente informe del Grupo de Estudios Estratégicos (GEES), “El coste de la inmigración extranjera en España” no puede ser más demoledor para la visión positiva y buenísta sobre los inmigrantes.

 

Para empezar, el saldo económico: con la única excepción de la comunidad china, todas las otras, ya provenientes de América Latina o Africa, tienen tasas de desempleo que superan con mucho la tasa media en España. En los momentos más duros de la crisis, el año 2013 por ejemplo, mientras que la media de paro española se situaba en el 24%, ésta era para los extranjeros de casi el 40%. Y en el caso de algunas comunidades étnicas, particularmente de subsaharianos, se elevaba por encima del 50%. ¿Qué quiere decir esto? Que más que aportar riqueza al país, una proporción significativa de inmigrantes son consumidores netos de bienes y prestaciones sociales aportados por las instituciones públicas españolas. De hecho, la contribución al IRPF por parte de los extranjeros apenas llega al 3% del total.

 

Esta realidad económica también socava la esperanza de que van a ser los inmigrantes quienes, con sus trabajos y aportaciones, va a a sacar de la quiebra el sistema de pensiones de los españoles, cada vez menos y más viejos. Pero salvo que se produzca una revolución en la gestión de los flujos migratorios, no parece imaginable. La masa de inmigrantes que vienen a nuestro suelo es de baja cualificación, justo la mano de obra que España no necesita y la que, en cualquier sociedad, recibe más de lo que aporta. Sólo una política inmigratoria selectiva tanto en número, origen y, sobre todo, formación, podría ser una ayuda y resultar positiva. Más “manteros” obviamente no.

 

En cuanto a la diversidad, poco hay que decir tras los lamentables sucesos vividos en Lavapiés, Madrid. Durante años hemos creído que porque la mayoría de los inmigrantes procedían de América Latina, eran como nosotros y no se producirían rupturas sociales como las experimentadas en Francia, Reino Unido y tantas otras partes de Europa. Otra falsedad. Incluso culturas más próximas como la hispana o latina encierran rasgos claramente diferenciadores. por ejemplo, el valor que se le atribuye a la vida de los demás. Y no se trata de explotar casos recientes, basta con analizar las tasas de criminalidad, el tipo de delitos que se cometen y la población reclusa en España, con una altísima sobrerepresentación de comunidades inmigrantes. Y cuando se trata de inmigración musulmana, el tratamiento a la mujer, o la educación, son factores claramente de fricción con nuestra creencias.

 

Por último, a pesar de todo lo anterior que llamaría a una cierta prudencia respecto a las políticas de puertas abiertas instaladas en Europa y España, queda la cuestión moral: no sería de recibo condenar a la miseria a unas personas que tratan de huir de ella, se suele decir. Pero la generosidad también resulta engañosa. Según el último ajuste del crecimiento de la población hecho por las Naciones Unidas, Africa, por ejemplo, cuenta hoy con 1.186 millones de habitantes. En 2050 tendrá 2.478, de los cuales, un 40% menores de edad, y para el 2100, se estima que rondará los 4.387 millones. Aunque los españoles y europeos fuéramos capaces de absorber 740 millones, esto es, el total de la población de toda Europa hoy, aún quedarían en suelo africano varios miles de millones de almas seguramente hundidas en la miseria. Esto es, nuestra buena conciencia no salvaría Africa, pero sí pondría en peligro nuestra forma de vida y convivencia. La caridad no puede conducirnos al suicidio como sociedad.

 

Se suele explicar que los inmigrante vienen a España porque existe un diferencial de riqueza, el mayor del mundo, entre Europa y Africa. Y es verdad. Pero a tenor de lo que cuentan los propios inmigrantes, lo importante es que aquí se les acoge con generosidad, trabajen o no, se les colma de servicios sin discriminar entre nacionales y extranjeros y muchos viven de las ayudas sociales y el menudeo. Frenar la inmigración indeseable no es imposible. Sólo hay que poner los medios necesarios para que nuestra tierra no resulte apetecible para cualquiera. Nuestro sistema económico construido durante décadas tiene que ser preservado, primero para sus artífices, los españoles, y estar cerrado a aquel que no aporta nada a su sostenimiento. Sólo transformando la imagen de una España paraíso para todo el que llega, en un país que tiene una única ley común para todos, en el que se debe trabajar, y duro, para recibir servicios públicos, y en el que no se discrimina a los españoles por el hecho de serlo, sino todo lo contrario, se podrá acabar con la ola migratoria que lejos de ser una promesa de futuro, es una carga letal para nuestra sociedad.