Europeísmo: Spanish version

por GEES, 29 de diciembre de 2004

Durante los difíciles años de la Transición a la democracia el europeismo fue un importante elemento de cohesión social. Casi todas las fuerzas políticas estaban de acuerdo en que era esencial para la estabilidad del nuevo régimen político asentarlo en las instituciones europeas. La fuerza de esa creencia se basaba en algunas realidades alarmantes.
 
Los españoles no estaban seguros de ser capaces de convivir. El recuerdo de las guerras carlistas y, sobre todo, de la Guerra Civil estaba muy presente en la conciencia colectiva. Los retos políticos, la necesidad de reestructurar profundamente la economía, las divergencias en política exterior representaban obstáculos tan importantes que se sentía la necesidad de buscar amparo bajo el paraguas de la nueva Europa.
 
El estado heredado del Franquismo estaba en crisis. El abuso del discurso nacionalista había dañado gravemente el sentimiento nacional español, elemento básico de cohesión. Al mismo tiempo, los antiguos nacionalismos periféricos salían reforzados por su mayor o menor vinculación con la causa democrática y, sobre todo, por disponer de un discurso positivo fraguado en el victimismo.
 
Jugando con la célebre frase de Cánovas, en aquellos días queríamos ser europeos porque no podíamos o no nos sentíamos capaces de ser españoles. No había en España una convicción madura de lo que representaba la unidad europea, sino una voluntad de huir de nosotros mismos hacia la panacea del bienestar.
 
La elaboración de los grandes tratados que han jalonado el proceso -Mastrique, Amsterdam, Niza- se ha vivido entre nosotros con la tranquilidad de quien no está dispuesto a replantearse un pilar básico de su estrategia. Nosotros éramos más europeístas que nadie y, por esa razón, no creábamos problemas. Lo sorprendente para muchos era que los franceses, por poner un ejemplo, fueran tan irresponsables como para dividirse, discutir y casi hacer fracasar alguno de estos sacrosantos textos.
 
Es evidente que los franceses no actuaban con irresponsabilidad, sino todo lo contrario. Analizaban las consecuencias, valoraban el efecto sobre sus intereses y sacaban conclusiones. Había racionalidad mientras que por estos lares se imponían las orejeras: no ver, no pensar.
 
Ahora le toca el turno al Tratado de la Constitución Europea (sic). Un texto que parte de un título perfectamente contradictorio: o es un tratado o es una constitución, pero ambas cosas es imposible. Que continúa con un articulado en extremo farragoso y que incumple uno de sus primeros objetivos: reordenar y simplificar el entramado jurídico europeo. Y que concluye con un atentado directo contra los intereses nacionales de España, al reducir su número de votos.
 
El Tratado es importante para España y, por lo tanto, debe ser discutido. No hacerlo no demostrará que seamos más europeístas que los padres fundadores, bien al contrario pondrá de manifiesto nuestra inmadurez y la gravedad de nuestros problemas internos, aquellos que nos llevan a huir hacia la descomposición en una entidad superior para obviar nuestra falta de cohesión nacional.
 
La campaña que el Gobierno está organizando es una ofensa para todos nosotros. No se es más o menos europeísta por estar de acuerdo o no con el texto. La unidad europea no está en peligro. Sencillamente estamos discutiendo una forma de avanzar, que implica la hegemonía franco-germana y un marco jurídico kafkiano. Lo que sí está en peligro es la imagen del gobierno de Rodríguez Zapatero, porque aceptó lo que Aznar nunca hubiera permitido: la revisión de los acuerdos de Niza. Ese grave atentado contra nuestros intereses nacionales fue asumido por el recién llegado gabinete socialista y presentado como un logro. De ahí que sientan vértigo ante la abstención previsible y que traten de movilizar a la opinión pública con argumentos falaces para, finalmente, apuntarse el sí al Tratado como un triunfo en exclusiva.
 
La unidad de España no estará mejor resguardada por el Tratado. Ese es un problema interno que sólo nosotros podremos resolver. Para ello el primer paso es dejar de huir hacia Bruselas y enfrentarnos a la realidad. No deja de ser paradójico que mientras Francia cree que el Tratado potenciará su influencia en el Viejo Continente, una parte de nuestros conciudadanos anhele nuestra progresiva disolución.
 
Libertad Digita