Guerra civil y descentralización de la violencia: el caso de Colombia

por Ramón D. Ortiz, 1 de enero de 1998

Papeles de Cuestiones Internacionales, nº65

 
Un manto de optimismo parece haber cubierto Colombia. Los contactos entre la nueva administración conservadora del presidente Andrés Pastrana y los principales grupos guerrilleros del país- las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)- han abierto expectativas de negociación en la larga guerra civil del país andino. Aun así, la fluidez de estos primeros encuentros no debería llevar a una percepción engañosa sobre las posibilidades de terminar con la violencia. El conflicto colombiano parece instalado en una dinámica autosostenida que limita las posibilidades para avanzar hacia un acuerdo de paz definitivo. Los bandos enfrentados- fuerzas armadas, guerrilleros y paramilitares- están divididos internamente en sectores con objetivos distintos. Además, la violencia ha superado a sus iniciales promotores para instalarse en la sociedad como mecanismo rutinario para dirimir tensiones políticas o sociales. Como resultado, la guerra tiende a multiplicarse en una batalla entre un creciente número de grupos autónomos o semiautónomos con sus respectivas agendas de intereses. En este contexto, se hace extremadamente complejo encontrar una salida política al conflicto ante las dificultades para ingeniar un acuerdo aceptable para todas las partes enfrentadas. Es la consecuencia última de lo que se puede definir como un proceso de descentralización de la violencia. Una tendencia que, más allá de Colombia, se ha apoderado de muchos de los conflictos civiles de la Posguerra Fría para convertirlos en laberintos irresolubles.

El concepto de descentralización de la violencia

La versión contemporánea de la guerra civil está asociada a la ruptura del estado. Una parte de la comunidad rechaza los procedimientos establecidos para la resolución de conflictos y opta por recurrir a la fuerza armada para imponer sus criterios sobre la organización política, económica o territorial de la colectividad. Si la violencia entre los dos bandos se extiende en términos temporales y alcanza un cierto umbral de intensidad medido en perdidas humanas y materiales, se puede hablar de guerra civil. Durante el enfrentamiento, los rebeldes construyen un aparato paraestatal alternativo que oponen a la administración oficial. Durante un cierto tiempo, dos o más autoridades se solapan hasta que una destruye a la otra y monopoliza el control sobre población y territorio. Bajo esta definición se pueden englobar muchos de los enfrentamientos domésticos fruto de las insurrecciones liberales y nacionalistas del siglo XIX, las revoluciones anticapitalistas y anticoloniales de la presente centuria o los conflictos domésticos que proliferan en la posguerra fría.

El carácter de los enfrentamientos civiles se puede entender con más precisión si se aplica el concepto de 'guerras de tercera clase' tal como lo desarrolla Holsti . Para dicho autor, este tipo de conflictos son una forma distinta de guerra que se desarrolla en el interior de los estados en lugar de en la esfera internacional. Los asuntos en juego no son intereses de política exterior sino discrepancias de raíz ideológica o problemas sobre la definición de la comunidad política que pueden conducir a una secesión o a una unificación. En este contexto, las hostilidades tienden a prolongarse sin un acto formal que marque su inicio (declaración de guerra) ni su final (armisticio). No existen frentes, ni uniformes, ni respeto a los límites territoriales y la división entre combatiente y civiles se diluye convirtiendo a todos por igual en objetivos. Estos rasgos hacen distintas a las 'guerras de tercera clase'. No son conflictos sobre intereses sino sobre hombres en tanto que unidades básicas de la política. La conversión de los individuos a una determinada creencia o conciencia es uno de los objetivos clave de la guerra. Paralelamente, rasgos étnicos, religiosos, sociales o ideológicos identifican al miembro de una comunidad como adversario al margen de si empuña o no un arma. La consecuencia inevitable es que guerra y política dejan de ser la continuación una de la otra para fusionarse en una única actividad.

En cualquier caso, dentro de la citada categoría de 'guerras de tercera clase', se puede percibir en los enfrentamientos domésticos de los últimos años un conjunto de tendencias relativamente nuevas. Los conflictos de Afganistán, Albania, Sierra Leona o la misma Colombia se desarrollan en la línea apuntada por Holsti; pero de forma más extrema. El papel clave del estado como única fuente legitima de violencia se fragmenta en una miríada de grupos y facciones que se arrogan funciones paraestatales sobre un palmo de territorio y población. Desde luego, es propio de los conflictos domésticos un cierto grado de caos y los combatientes de muchas 'guerras de tercera clase' no son tanto ejércitos bien organizados como grupos regulares e irregulares coordinados de una forma más o menos vaga . Sin embargo, las nuevas guerras internas van más allá y se configuran como enfrentamientos entre un número indefinido de centros de poder independientes que disponen de una agenda propia de intereses y de recursos militares y económicos para impulsarla. La diferencia es más que una pura cuestión de número. La multiplicación de los bandos enfrentados provoca un hundimiento de la seguridad interior que empuja cada vez a más colectivos a asumir la responsabilidad por su propia seguridad y perseguir sus objetivos por el único medio posible en ese clima político, el uso de las armas. Es este escenario de generalización del conflicto lo que se puede definir como 'descentralización de la violencia'. Un proceso cuya fase final parece conducir a una vuelta al estado de naturaleza en el sentido más 'hobbesiano' del término.

La descentralización de la violencia implica necesariamente una fusión de la violencia política y común. Una serie de factores contribuyen a este proceso. Para empezar, la ruptura del aparato estatal y el caos propio de un conflicto civil crea las condiciones para una creciente impunidad que siempre aprovecha la delincuencia común. Pero además, la separación entre organizaciones criminales y organizaciones políticas violentas tiende a difuminarse. Como señala Bassiouni, delincuentes e insurgentes se distinguen en su fines, con los primeros buscando el beneficio económico y los segundos centrados en objetivos políticos . Sin embargo, esta separación ideal tiende a borrarse. Para empezar, terroristas y guerrilleros se involucran en actividades ilegales para financiarse. El caso de la guerrilla colombiana y el tráfico de narcóticos resulta muy ilustrativo . Pero desde luego, no es único. Durante el conflicto libanés, por ejemplo, los distintos grupos armados enfrentados también se involucraron en el comercio de drogas como una forma de financiar sus operaciones. Es muy común la práctica de otras acciones delictivas como el secuestro y la extorsión hasta el punto de que muchas veces resulta difícil identificar cuando una acción ha sido cometida por una organización de raíz política o puramente criminal . Además, es posible encontrar a grupos mafiosos que tienden a politizarse en la medida en que sus intereses crecen hasta convertirse en un problema de estado. Una vez más, Colombia proporciona un buen ejemplo con el caso de la ofensiva político militar de los cárteles de la droga contra el acuerdo de extradición con los EE.UU. a finales de los 80. Resulta difícil de concebir que las mafias mexicana o rusa no manejen su propia agenda política cuando sus intereses y conexiones las entroncan con las más altas esferas de poder.

El concepto de descentralización de la violencia no debe ser entendido como un modelo que pueda ser identificado en estado puro en el escenario internacional. Más bien debe ser concebido como una tendencia que se desarrolla dentro de algunos conflictos civiles. Así pues, no se puede hablar de la 'descentralización de la violencia' como una categoría específica de guerras doméstica. Sin embargo, es posible identificar enfrentamientos civiles donde este tipo de procesos se desarrollan de una forma más intensa y evidente. Existen algunos precedentes claros durante la Guerra Fría. Ahí están el permanente caos armado de Myanmar o la prolongada guerra civil del Líbano (1975- 1990) Sin embargo, ha sido tras el final de la confrontación Este- Oeste cuando los procesos de descentralización de la violencia han aumentado en número y se han hecho más profundos y prolongados. Desde la retirada soviética, Afganistán se ha convertido en un caos de facciones y ejércitos privados sobre el que el régimen 'taliban' solo ha conseguido extender una aparente y provisional unidad. El caso de Somalia es todavía más notable con un territorio de donde ha desaparecido todo vestigio de estado sustituido por una amalgama de feudos controlados por 'señores de la guerra'. La guerra civil a varias bandas de Liberia también generó un caos violento del que la república africana solo ha salido a duras penas. Europa tampoco ha quedado al margen de este tipo de crisis como atestigua el hundimiento del estado albanés en 1997 que las potencias occidentales solo han apuntalado parcialmente. Finalmente, en América Latina, Colombia representa el ejemplo más acabado de un proceso de guerra civil generalizada y total.

Un conjunto de razones ayudan a explicar la proliferación de los procesos de descentralización de la violencia en el contexto de la Posguerra Fría. Para empezar, hay que señalar la creciente debilidad de los aparatos estatales, particularmente en los países del antiguo bloque soviético y del mundo subdesarrollado . En el caso de los antiguos estados socialistas, la ineficacia y corrupción de la antigua burocracia totalitaria, el hundimiento de la economía centralizada y la crisis de legitimidad del poder político, unidos al surgimiento de nacionalismos disgregadores, han hundido al estado en una crisis de supervivencia. Por lo que respecta al llamado Tercer Mundo, se puede hablar de la evaporación de unas estructuras estatales que, en mayor o menor medida, fueron imposiciones artificiales. El desgaste de unas administraciones ineficaces y parásitas de sus propias sociedades se ha acelerado tras el final de la confrontación Este- Oeste. Retirado el respaldo financiero y militar de las superpotencias que las sostenía, algunas entidades estatales, sencillamente, se han disuelto. Ahí están Somalia y Etiopía como casos particularmente radicales.

Un segundo aspecto, estrechamente asociado a la debilidad del estado, ha sido la reaparición de fuertes solidaridades subnacionales o transnacionales. En realidad, estos lazos no son nuevos y han permanecido ocultos durante décadas bajo el peso de estructuras burocráticas más o menos artificiales. Sin embargo, el debilitamiento de los aparatos gubernamentales y su creciente crisis de legitimidad han hecho emerger al clan, la tribu, la etnia o la religión como principales ejes de movilización política capaces de fracturar los estados. El caso más conocido de este proceso ha sido la ruptura de la antigua Yugoslavia. Pero ejemplos similares abundan en todos los continentes. Ahí esta la fuerza de la raza y la religión como motores de la partición del Sudán o el papel de los grupos indígenas como base del movimiento zapatista en el sur de México. Al mismo tiempo, vasta con mirar el mundo árabe para contemplar como el fundamentalismo funciona como vínculo entre colectividades teóricamente pertenecientes a distintos países.

Por otro lado, la difusión de las innovaciones técnicas ha tendido a potenciar las capacidades de actores independientes de pequeño tamaño. Un buen ejemplo de esta tendencia puede verse en el impacto de los cambios tecnológicos en el tráfico de narcóticos. A principios de los años 70, el contrabando de cocaína se realizaba al por menor con correos ('mulas') que llevaban consigo pequeñas cantidades de droga. Una década más tarde, la introducción de avionetas permitió transportar alijos mucho mayores de forma más rápida y difícil de controlar. A medida que se introdujeron aviones de mayor tamaño y sistemas más sofisticados de comunicaciones y ocultamiento, la cantidad de estupefacientes y los beneficios obtenidos se multiplicaron. Paralelamente, la informatización y globalización del sistema financiero internacional facilitaron los canales para blanquear una cantidad creciente cantidad de dinero sucio. Como consecuencia, grupos relativamente pequeños han tendido a incrementar su importancia dentro del negocio de los narcóticos. En cualquier caso, en pocos terrenos como la tecnología militar resulta evidente este proceso que tiende a incrementar la capacidad de los individuos o los pequeños grupos. El desarrollo del armamento portátil, los explosivos y los sistemas de detección y comunicaciones han multiplicado el poder de destrucción de organizaciones pequeñas tanto si se dedican a la delincuencia común como al terrorismo político. La capacidad militar del combatiente individual nunca ha sido tan elevada como en la actualidad.

Finalmente, hay que señalar la aparición de una lógica económica dentro de las guerras civiles que convierte el conflicto en una actividad rentable. En consecuencia, las partes enfrentadas incrementan su autonomía financiera lo que desemboca en una prolongación de las hostilidades y un incremento sus efectos desvertebradores. En este sentido, Keen habla de dos tendencias que confluyen en la creación de enfrentamientos económicamente autosostenidos . Por un lado, lo que denomina 'violencia económica de arriba a bajo' entendida como aquella patrocinada por las elites políticas o sociales para alcanzar objetivos puramente crematísticos. Dentro de esta categoría se incluyen las acciones guerrilleras destinadas a conquistar recursos con los que mantener sus maquinarias bélicas. Este es el caso, por ejemplo, de las operaciones desarrolladas los rebeldes angoleños de UNITA para defender su control sobre los importantes yacimientos de diamantes del país africano. Pero también en esta misma categoría se deben apuntar las estratagemas de algunos ejércitos para utilizar los enfrentamientos civiles como cobertura de sus negocios ilegales. Algo así parece haber sucedido con el ejército guatemalteco que, durante años, culpó sistemáticamente a la guerrilla del tráfico de narcóticos que tenía lugar entre sus propias filas. Paralelamente, el citado autor habla de una 'violencia económica de abajo hacia arriba' en la que los individuos se suman a la lucha impulsados por motivaciones económicas personales. Una lógica que llevó a gran número de jóvenes desempleados en Sierra Leona a sumarse a los insurgentes del Frente Unido Revolucionario (RUF) o a miles de campesinos cocaleros colombianos a prestar apoyo a los rebeldes del ELN o las FARC a cambio de protección contra las operaciones antidroga del gobierno.

Esta dimensión económica de los conflictos civiles resulta particularmente importante para explicar los procesos de descentralización de la violencia. En algunos casos, la lógica económica del conflicto conduce a una concentración de los bandos enfrentados. Así, por ejemplo, la asistencia norteamericana a las guerrillas anticomunistas de Afganistán funcionó como un elemento de cohesión de grupos muy dispares. Pero, en otras ocasiones, es la propia dinámica económica la que empuja hacia la desestructuración de los bandos enfrentados. Un excelente ejemplo de este proceso se puede ver en Colombia. La capacidad de los grupos armados de izquierdas y derechas para encontrar fuentes de financiación autónomas a través de la extorsión de la sociedad civil (secuestros, chantaje, etc.), el narcotráfico o el control de negocios clavé (el comercio de esmeraldas) favorece la autonomía de actores cada vez más desagregados .

El caso de Colombia.

Dado este concepto de 'descentralización de la violencia', la cuestión es hasta que punto este proceso se da en el escenario colombiano y de que forma puede afectar a las perspectivas de paz de la república. Es difícil comprender la situación actual sin tomar en consideración el contexto creado por la crónica fragilidad del estado en Colombia. Tradicionalmente, la construcción de un aparato administrativo eficaz e integrado se ha enfrentado a una geografía fragmentada por montañas, junglas y ríos. La historia política tampoco ha ayudado. Desde la independencia, los permanentes enfrentamientos entre liberales y conservadores impidieron la consolidación de una estructura estatal independiente de los caciques locales y con una dosis mínima de legitimidad entre la población. Los enfrentamientos culminaron durante el periodo de 'La Violencia' que sumergió al país en la guerra civil entre 1948 y 1957. Geografía e historia política se conjuraron para constituir lo que se han denominado 'zonas marrones', áreas donde la presencia de la administración resulta muy débil o sencillamente inexistente . Estos vacíos en la implantación del estado han creado las condiciones apropiadas para el surgimiento de poderes alternativos. De hecho, las operaciones de los grupos rebeldes se han tendido a concentrar en aquellas áreas al margen de la influencia del gobierno. Así, inicialmente, la implantación de las guerrillas izquierdistas a partir de los años sesenta siguió el patrón de las áreas de más fuertes presencia de los grupos de autodefensa liberales durante 'La Violencia': Tolima, Santander, Antioquía y Meta. De este modo, siguiendo la tesis de Wickham- Crowley, se puede decir que el éxito de los movimientos revolucionarios colombianos a la hora de consolidar una base de apoyo social se derivo, en gran medida, de su capacidad para desarrollar todo tipo de funciones estatales (orden público, prestaciones sanitarias, educación,...) en aquellas regiones donde las autoridades de Bogotá eran incapaces de cumplirlas .

En cierta forma, la proliferación de las organizaciones paramilitares de la derecha desde principios de los años 80 también fue un resultado de la debilidad del estado . La creciente presencia de la guerrilla en ciertas áreas del país y su política de extorsión tanto contra los grandes terratenientes como contra los propietarios de mediano y pequeño tamaño estimuló la formación de grupos armados privados. Este movimiento coincidió con el interés de oficiales del ejército por contar con partidas de civiles para llevar a cabo operaciones de 'guerra sucia'. El resultado fue la aparición de grupos como Muerte A los Secuestradores (MAS) o las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Uraba (ACCU) que desataron una campaña de terror tanto contra supuestos simpatizantes de la guerrilla como contra sindicalistas, izquierdistas o cualquier persona que representase un peligro real o imaginario para el status quo político de la zona donde operaban. Paralelamente, algunas organizaciones de terratenientes o empresarios estimularon el establecimiento de servicios sanitarios o educativos para atraer a sus propias clientelas sociales, un calco de la estrategia desarrollada por los movimientos insurgentes. Las actividades de los grupos de autodefensa de la derecha obtuvieron una cobertura legal cuando, en 1994, el presidente Ernesto Samper legalizo las Cooperativas de Vigilancia Rural (Convivir).

La apertura de las negociaciones con la administración Pastrana encuentra profundamente fragmentados a los tres protagonistas del conflicto: ejército, guerrilla y fuerzas armadas. Probablemente, el caso más llamativo es el de las fuerzas armadas ya que, en principio, el estado mayor de Bogotá permanece fiel al gobierno civil y conserva el control de sus unidades desplegadas por el país. Sin embargo, un análisis más detallado rebela grietas importantes. En términos políticos, la primera clara señal de descontento militar surgió, en julio de 1997, con la dimisión del comandante en jefe de las fuerzas armadas, general Harold Bedoya, en protesta por la decisión del presidente Samper de desmilitarizar una extensa superficie del sur del país para permitir la liberación de un número de soldados retenidos por la guerrilla. La dimisión de Bedoya puso de manifiesto que el ejército estaba dividido entre un sector más proclive a la negociación y otro partidario de una guerra sin cuartel contra los rebeldes. En la actualidad, las dudas del alto mando ante los planes del gobierno para desmilitarizar una serie de municipios como parte de las condiciones exigidas por las FARC para iniciar las negociaciones pueden indicar un incremento de las discrepancias entre los militares.

En cualquier caso, las discrepancias sobre el proceso de paz no son la única falla que divide a los militares colombianos. Existe una cierta fragmentación operativa entre las unidades desplegadas a lo largo del país. Este proceso resulta particularmente visible entre las fuerzas encargadas de la protección de las instalaciones de las compañías petrolíferas extranjeras. De conformidad con la ley, el ejército recauda un 'impuesto de guerra' a cambio de su protección equivalente a 1,25 dólares por barril de crudo extraído. Además, compañías como Bristish Petroleum han firmado acuerdos especiales con el estado mayor colombiano por el que se compromete pagar importantes sumas extras . Pero, en principio, este dinero va directamente al ministerio de Defensa colombiano. En consecuencia, los gerentes de las petroleras se ven obligados a gratificar paralelamente a los mandos de las unidades desplegadas en los alrededores de sus instalaciones de quienes realmente depende su seguridad. El resultado es que se genera una doble subordinación. Los oficiales asignados a esas unidades tienen a sus superiores jerárquicos en Bogotá; pero reciben sustanciales ingresos de las empresas extranjeras a quien protegen. Dos 'jefes' con intereses y objetivos distintos que pueden entrar en conflicto a la hora de asignar recursos militares o tomar decisiones tácticas. Los problemas con el mando y el control de las fuerzas destinadas a la protección de las multinacionales petroleras no es completamente nueva en Colombia. Numerosos rumores señalan que, al menos hasta finales de los años 80, algunas formaciones militares desplegadas en la región de Uraba recibieron gratificaciones de los terratenientes locales. Todo lo dicho no supone que el ejército colombiano tenga necesariamente a romperse. Sin embargo, sus reacciones frente al proceso de paz podrían reflejar estas contradicciones que se traducirían en tensiones entre los sectores a favor y en contra de las negociaciones.

La fragmentación de la guerrilla también resulta notable. En principio, las FARC, tiene una estructura de mando relativamente centralizada. Sus 7.000 hombres se organizan de forma distinta en las ciudades y en el campo. Así, en las zonas rurales se despliegan en frentes integrados por unos 150 hombres mientras que las zonas urbanas forman pequeñas células dedicadas a acciones terroristas. En total, operan en unos 450 municipios, más de la mitad de los que componen la república. En cualquier caso, como consecuencia de la dispersión de sus fuerzas y la propia dinámica de la guerra de guerrillas, han surgido liderazgos regionales fuertes que mantienen posiciones distintas sobre cuestiones clave. Así, se han detectado discrepancias sobre el tipo de relaciones que debe mantener el movimiento guerrillero con el narcotráfico. Así, algunos sectores se han manifestado a favor de consevar una estrecha colaboración con la mafia del 'narco' mientras otros grupos se han mostrado más reticentes a vincularse excesivamente con estas organizaciones criminales. En cualquier caso, la principal fractura en las FARC se manifiesta en la existencia de dos generaciones de guerrilleros que conviven dentro de la organización. Por un lado, se puede hablar de un núcleo formado por militantes de edad avanzada que fundaron la organización o se sumaron a ella en los primeros tiempos. Tienen una visión más política de la lucha y serian favorables a una salida política al conflicto. Frente a ellos, hay un sector de jóvenes líderes militares con una mentalidad de combatientes profesionales . Este grupo ve la continuación del conflicto como una posibilidad atractiva en la medida en que creen que, si la lucha se prolonga, pueden conquistar ventajas estratégicas y consolidar su liderazgo dentro de la organización.

El ELN, como segundo grupo armado del país, dispone de unos 3.000 combatientes. Su área de operaciones, mucho menor que la de las FARC, se circunscribe al norte y noreste de la república además de los alrededores de Bogotá. Esta distribución geográfica les convierte en un movimiento de alcance más regional que nacional. Además, prácticamente desde su fundación, la organización ha carecido de un liderazgo centralizado que garantizase la unidad de acción. Todas estas grietas, tanto en la estructura del ELN como de las FARC, serán puestas a prueba a lo largo de las negociaciones con el gobierno. Su ruptura podría provocar excisiones dentro de los movimientos armados que limitarían el alcance de cualquier solución negociada.

Finalmente, las organizaciones paramilitares se han configurado paulatinamente como un actor independiente en el conflicto. La derecha armada parece cada vez más vinculada a los sectores políticos y económicos que favorecieron su creación para contrarrestar a la guerrilla y, paralelamente, más distanciada de sus contactos con la cúpula gubernamental y militar de Bogotá. Esto no quiere decir que, a nivel táctico, algunos sectores de las fuerzas armadas no continúen su colaboración con los grupos paramilitares. Pero dichas relaciones son cada vez más clandestinas y se enfrentan a más críticas oficiales. Este cambio es el resultado de dos factores. Por un lado, la decisión de Washington de condicionar su apoyo político y militar a un cierto nivel de respeto de los derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad colombianas. Por otro, el desarrollo exponencial de la capacidad militar y la influencia territorial de los grupos de extrema derecha que han llegado a ser una amenaza para el propio estado. El signo más evidente de la nueva actitud del gobierno colombiano tuvo lugar en 1997 cuando puso precio a la cabeza de Carlos Castaño, el líder de ACCU, el grupo paramilitar más importante del país.

El fortalecimiento de la derecha armada ha pasado por un acercamiento de las distintas partidas que operan a lo largo del país. Estos grupos han establecido mecanismos de cooperación táctica y han coordinado sus posiciones políticas. En abril de 1997, centenar y medio de líderes paramilitares se reunieron en la segunda Conferencia Nacional de Autodefensas . Como resultado del encuentro se constituyó una estructura de ámbito nacional denominada Autodefensas Unidas Colombianas que agrupa a las principales organizaciones de este tipo. En cualquier caso, los esfuerzos de cooperación no deben ser confundidos con un proceso de unificación del movimiento paramilitar. De hecho, estos grupos siguen formando un magma que obedece a los intereses locales que les proporcionan armas y financiación. Aunque, sin duda, el grupo de Carlos Castaño es el más importante, otra serie de formaciones como las autodefensas de los Llanos Orientales, Las Mercedes, el Magdalena Medio o Puerto Boyanca se mantienen como estructuras independientes. Es prácticamente imposible que esta colección de milicias mantenga una posición unificada durante las negociaciones.

Dentro de este escenario, el narcotráfico ha tenido políticamente un papel ambiguo y ha respaldado a grupos armados de izquierdas y derechas según sus intereses del momento . Sin embargo, lo que parece indiscutible es que los carteles de la droga han alimentado el conflicto no solo porque su negocio implica una inevitable dosis de violencia sino también en la medida en que han proporcionado a los beligerantes fondos y conexiones con el mercado negro de armamentos. Este papel de soporte del conflicto se ha hecho particularmente importante tras el final de la Guerra Fría. La disolución del bloque del Este hizo perder a los rebeldes colombianos sus puntos de referencia políticos y sus fuentes de suministros militares. Paralelamente, el incremento del interés de Washington por los derechos humanos y la búsqueda de una salida negociada al conflicto se tradujo en una perdida de influencia de los sectores más duros de la derecha y el ejercito colombiano vinculados al movimiento paramilitar. En este contexto, las conexiones de la mafia de la droga, en especial con el crimen organizado de las ex- repúblicas soviéticas, ha abierto nuevas vías de suministro de armamento que han reforzado la autonomía política y militar de los extremistas de izquierda y derecha.

Lo que parece evidente es que los que más tienen que perder con el proceso de paz son los capos de la droga. Mientras que es concebible que sectores de la izquierda y la derecha violenta puedan encontrar un lugar dentro de un acuerdo político de amplio espectro, el narcotráfico siempre será un perdedor en cualquier proceso que refuerce el estado colombiano. Además, la búsqueda de un acomodo con la mafia de la droga- por ejemplo, a través de una amnistía- se enfrentaría a dos graves problemas. Por un lado, la frontal oposición de los EE.UU. que mantiene como prioridad número uno de sus relaciones con Colombia la lucha antinarcóticos. Por otro, el rechazo de sectores de la sociedad colombiana que se oponen a negociar con los cabecillas de un negocio ilegal responsable de la perdida de miles de vidas y se resisten a aceptar las transformaciones radicales en la estructura económica y social generadas por el dinero de la droga. Un enorme flujo de dólares que ha provocado masivos cambios en la propiedad de la tierra y ha construido inmensas fortunas sobre las que se asientan nuevos centros de poder local. Todo este escenario asegura que los sectores vinculados al narcotráfico, a su vez conectados con militares, guerrilleros y paramilitares, se opondrán a la consolidación de cualquier proceso de paz.

Pero además, la propia evolución de la estructura del narcotráfico promete alimentar la disgregación de los grupos beligerantes en el conflicto civil. Desde finales de los años 70, el negocio de la droga giro en torno a los grandes cárteles que dominaron el mercado de la cocaína, primero desde Medellín y luego desde Cali. Sin embargo, tres factores críticos han cambiado esta situación. Por un lado, la presión de las fuerzas de seguridad que ha debilitado estas grandes organizaciones. Por otra, los citados cambios técnicos en la producción de droga, su transporte y el blanqueo de los beneficios que han favorecido el surgimiento de un entramado de grupos de pequeño tamaño. Para terminar, la aparición de nuevos actores como las mafias rusas o mexicanas que han arrebatado a los colombianos fragmentos sustanciales de su monopolio. El resultado de todo ello ha sido una nueva estructura del tráfico caracterizada por su fragmentación . Dentro de esta, se podría distinguir una nueva organización dominante, el Cartel del Valle Norte, que controla una parte sustancial del negocio pero cuya influencia en el mercado internacional de narcóticos no es comparable a la que mantenían las antiguas grandes mafias. Por debajo de ella, se pueden identificar unas cuarenta organizaciones de tamaño medio. Finalmente, existen entre dos y tres mil grupos de tipo familiar especializados fases concretas del negocio (cultivo, procesamiento, transporte, etc.) que cooperan de forma más o menos estable para satisfacerla demanda de droga en Europa y EE.UU.

Este escenario disperso tiene efectos fundamentales sobre las perspectivas de paz. Un número tan grande de grupos independientes ofrece un caldo de cultivo idóneo para el incremento de la rivalidad y la violencia dentro del negocio de los narcóticos. Pero además, esta diversidad asegura fuentes de financiación seguras para cualquier sector de los grupos implicados en el conflicto civil (militares, guerrilleros y paramilitares) que quiera continuar ejerciendo la violencia. El poder de los grandes carteles era una amenaza de enormes proporciones para el gobierno de Bogotá pero respondía a una estrategia más o menos coherente y previsible. Una estructura tan fragmentada como la actual supone decenas de actores con sus propios recursos financieros dispuestos a apoyar a grupos, partidas o milicias de distinto signo cuyas acciones coincidan con sus intereses de forma permanente o circunstancial. Por otra parte, para las fuerzas de seguridad, la nueva estructura del 'narco' promete ser más difícil de atacar que las antiguas grandes organizaciones. Estos grupos de tamaño reducido, muchas veces formados sobre solidaridades familiares o de clan, están más especializados y se adaptan mejor a las condiciones de la zona donde operan. Además, el elevado número de pequeñas bandas en activo garantiza la sustitución de aquellos eslabones en la cadena del tráfico que sean desmantelados por las servicios antinarcóticos con lo que el flujo de drogas promete permanecer relativamente constante hacia Europa y los EE.UU. Lo que equivale a decir que Colombia continuará recibiendo dinero sucio para financiar la violencia.

Finalmente, hay que señalar la importancia de los elevados niveles de delincuencia común que acompañan a la violencia política en Colombia. De acuerdo con la Policía de Seguridad del Estado, en 1997, se cometieron una media diaria de 204 asaltos callejeros, ocho robos en carreteras, cinco secuestros, dos atracos a bancos y 87 asesinatos con un saldo total de más de 31.000 muertos a lo largo del año . Sin embargo, solo una parte relativamente reducida de estas víctimas, en torno a un 15 por 100, son resultado de enfrentamientos políticos. Esta avalancha de delitos comunes solo es comprensible en el clima de desorden e impotencia del estado generado por la guerra civil. De hecho, en torno a un 98 por 100 de los crímenes permanecen impunes ante la ineficacia del sistema judicial. En cualquier caso, decir que la violencia no tiene orígenes ideológicos no significa que no genere consecuencias en el ámbito de lo político. La inseguridad provoca una enorme desconfianza en el estado que automáticamente empuja a ciertas franjas de población a buscar la protección de los grupos armados de izquierda o derecha. O lo que es lo mismo, los elevados niveles de criminalidad legitiman a guerrilleros y paramilitares como agentes paraestatales capaces de proporcionar la seguridad que no ofrece el gobierno. Además, las numerosas bandas criminales representan una 'fuerza de reserva' para los protagonistas de la violencia política que pueden recurrir a ellos para realizar cierto tipo de acciones en las que resulten particularmente expertos o encargarles operaciones en las que sus promotores no desean involucrarse directamente. Sea como fuera, lo que no parece cuestionable es que violencia común y violencia política se complementan y se refuerzan mutuamente.

Negociaciones de paz y descentralización de la violencia.

El escenario descrito convierte a Colombia en un caso paradigmático de descentralización de la violencia. Esto no significa que los esfuerzos de paz estén condenados a un fracaso irremisible. Sin embargo, la creciente generalización del conflicto marca unos claros límites sobre las vías que permanecen abiertas para la búsqueda de una solución política y lo que se puede conseguir de las conversaciones en marcha. Las condiciones de la república andina hacen extremadamente difícil la búsqueda de una paz global a corto plazo. En realidad, los actuales contactos entre guerrilla y gobierno deberían ser puestos en el contexto de un largo proceso de pacificación cuyo arranque más próximo se puede situar en las fracasadas negociaciones entre la administración del presidente Belisario Betancur y las FARC a mediados de los 80. Una línea de iniciativas políticas que posteriormente cosecharon resultados importantes con el acuerdo firmado en 1989 para la desmovilización de los guerrilleros del Movimiento 19 de Abril (M-19) y el desarme del grueso del maoísta Ejercito de Liberación Popular (ELP) a principios de los años 90 durante el mandato presidencial de Cesar Gaviria. Dentro de este contexto, lo que se le puede pedir a Pastrana es que abra vías para que nuevos sectores abandonen la violencia y se sumen al juego democrático. Exigirle que consiga en sus cuatro años al frente del país una paz total supera con mucho sus posibilidades y las de cualquiera en su cargo.

Para alcanzar un objetivo de paz limitada será necesario diseñar un proceso negociador que se adecue a las condiciones del país. En primer lugar, es imprescindible articular la participación de los grupos paramilitares en tanto que se han configurado como un actor independiente del conflicto. En consecuencia, al menos en lo relativo a algunas zonas del país, las conversaciones tendrán que sostenerse a tres bandas. Por otra parte, como respuesta a la fragmentación de las partes, parece conveniente flexibilizar la mecánica de las negociaciones tanto en términos de objetivos como de marco geográfico. Al mismo tiempo que se desarrollan las conversaciones entre las partes a nivel nacional, deberían ponerse en marcha foros de diálogo a nivel regional y local entre los responsables de los grupos enfrentados. Estos contactos de segundo nivel cumplirían un doble objetivo. Para empezar, funcionarían como un mecanismo de fomento de la confianza entre los comandantes de campo de las fuerzas enfrentadas, las piezas claves en cualquier estrategia para contener la violencia. Además, permitirían cerrar acuerdos parciales de nivel local y regional sin necesidad de condicionarlos a un progreso homogéneo en el conjunto del país.

Las conversaciones de alcance nacional se enfrentarían al problema del escaso margen de maniobra de los líderes de las partes enfrentadas para realizar concesiones sin provocar una fractura interna en sus respectivos grupos de apoyo. En consecuencia, las negociaciones podrían bloquearse con suma facilidad. Para evitar esta posibilidad, las conversaciones podrían centrarse en la búsqueda de vías de salida de la violencia que, en fases posteriores, permitiesen resolver las discrepancias sobre contenidos políticos de forma pacífica. Estas rutas para reincorporarse a la vida civil debería contemplar al menos tres aspectos. En primer lugar, el acceso a la política en unas condiciones que facilitasen una representación eficaz de los grupos armados y sus bases sociales. Además, unos mecanismos de apoyo económico a la desmovilización que ofreciesen a los combatientes una forma de vida alternativa en el ámbito civil. Finalmente, una garantía de seguridad efectiva para todos aquellos que abandonasen las armas. Un modelo flexible de negociaciones podría ofrecer buenas perspectivas para la desmovilización de una parte sustancial de los grupos armados. Aún así, será inevitable que sectores de los beligerantes se marginen en mayor o menor medida del proceso de paz y apuesten por continuar con la violencia. En cualquier caso, el objetivo debe ser conseguir una pacificación lo más amplia posible con la conciencia de que la paz total puede no estar todavía al alcance de la mano

Ramón D.Ortiz Investigador del Observatorio de Seguridad y Defensa en América Latina del Instituto Ortega y Gasset y profesor de Seguridad en América Latina del Instituto General Gutiérrez Mellado