Hamás: muertos, más muertos

por Óscar Elía Mañú, 30 de diciembre de 2008

Ni Mao Tse Tung ni Ho Chi Minn intuyeron jamás hasta donde llegaría el horror occidental hacia la muerte, la propia y ajena, en los países democráticos. Ambos fueron refinados en sus análisis sobre las sociedades abiertas y su creciente aversión a la violencia y al uso de la fuerza, la propia y la ajena. ¿Exageraban cuando veían en la sociedad burguesa una sociedad débil, cada vez más reacia a defenderse? Hace unos años responderíamos sin dudarlo que sí. Hoy, la cosa no está tan clara, y la sombra de Tse Tung se nos aparece una y otra vez de manera obsesiva; ¿y si, a la postre, Occidente sí es un tigre de papel?

En 1968, el pacifismo movilizó a cientos de miles de personas en Europa y Estados Unidos contra la guerra en Vietnam, se rompió la voluntad de occidente y por obra y gracia del socialismo, el Extremo Oriente, de Ulán Bator a Saigón, se convirtió en un campo de concentración a escala continental. Pero el pacifismo tiene su propia lógica, y durante las últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI es expansiva: Hoy preside la política exterior y de defensa de buena parte de los países europeos, y afecta por igual a intelectuales, políticos, estrategas o militares. En los años sesenta, los revolucionarios del mundo se frotaban las manos ante la actitud occidental: hoy, son los devoradores de hombres de toda condición y lugar, desde Gaza a Teherán pasando por Caracas y Pekin, los que lo hacen. Así ha progresado la historia.

El horror occidental a la violencia ha tenido dos consecuencias estratégico-políticas. La primera la búsqueda obsesiva de evitar una muerte de soldados que la sociedad, cada vez más, soporta menos. La visión de las bolsas negras, la clave para los revolucionarios asiáticos en su lucha contra Estados Unidos, ha acabado por convertirse en una obsesión para la sociedad y sus dirigentes. Aquella no perdona a sus gobiernos que devuelvan a los soldados en féretros, y ha inventado el 'síndrome Vietnam' como explicación fácil a una voluntad quebradiza. Y su gobierno evitará el envío de tropas sin la máxima seguridad, ocultará el máximo posible las muertes y las operaciones y repatriará a escondidas a sus muertos. Ninguna baja es el lema primero en los ejércitos occidentales, y más allá del carácter lógico de evitar la muerte, se ha convertido en una obsesión enfermiza, capaz de derribar gobiernos.

La segunda consecuencia consiste en la búsqueda de evitar al máximo la muerte de no combatientes, de aquellos civiles situados al margen de las hostilidades, principio clásico y de sentido común de un derecho de guerra hoy eliminado por la legalidad de Naciones Unidas. En las últimas décadas los países occidentales vuelcan recursos humanos y materiales en evitar al máximo la muerte de inocentes en los campos de batalla. Sólo que a la par de este esfuerzo, el horror a la violencia ha abierto una brecha que se vuelve contra cualquier sentido común: los occidentales, sencillamente, no soportan la muerte, y todo aquel caído bajo sus balas o sus bombas alcanza el calificativo de víctima antes aún de conocer quién, cuándo, cómo y porqué. Y cuando junto al soldado, al guerrillero o al terrorista enemigo cae un inocente, el desgarro moral occidental alcanza límites desconocidos hasta ahora, se acusa a un país de matar deliberadamente a niños junto a una mezquita (El Mundo, 30-12-2008) y se clama una justicia

Pero para la mayor parte del resto del mundo, ambas obsesiones carecen de sentido, y los escrúpulos occidentales traen sin cuidado a los bárbaros en China, Chechenia o el Congo. Y no tan lejos. No está en manos de quienes se enfrentan a Israel en Gaza el lograr que el número de bajas occidentales sea lo suficientemente alto como para quebrar la voluntad israelí. Jamás las milicias islamistas palestinas lograrán forzar, por la vía de los muertos causados, la voluntad israelí. Sesenta años de notar el aliento árabe sobre sus nucas parecen haber vacunado a los israelíes para eso. La preparación material y humana de sus fuerzas armadas deja pocas posibilidades a los milicianos de Hizboláh o Hamás, por otro lado tan dispuestos como los israelíes a llegar hasta el final.

A estas alturas, una cosa parece clara: No serán las bolsas negras de soldados israelíes las que harán que los islamistas triunfen en Palestina. Vencer así no está en manos de Hamás. Sí lo está, sin embargo, doblar la voluntad israelí forzándola en el otro aspecto, ciertamente más macabro: ofrecer muertos, aunque sean propios, a una opinión pública occidental espantada por la simple vista de la sangre. Así que en los primeros años de este siglo, acumular muertes para la victoria se ha convertido en la característica principal del Gobierno de Gaza. Sólo que los muertos que se acumulan son los suyos, y no los de su enemigo. Y son sus mujeres y niños, y no sus guerrilleros y milicianos. Para Hamás, la muerte sigue decidiendo la suerte de la guerra; sólo que en este caso es la de los suyos la que constituye el camino para la victoria, vía sociedad de la información.

Cuando se trata de amontonar muertos ante la televisión, basta con tener poca clemencia con los propios para salir victorioso. Menos la sorpresa, todo está permitido ante la macabra estrategia, ya utilizada con éxito por Hezboláh hace dos años. Los milicianos de Hamás regalan en la Navidad de 2008 sangre, mucha sangre. La ofrecen en prime time, a la CNN, a la BBC, y por supuesto a Tele 5, a TVE, a Cuatro. Convierten velatorios y salas de urgencias en platós de televisión, agasajan a los reporteros con tantos cadáveres como se pueda, a ser posible niños, a ser posible bañados en sangre. No buscan acabar con Israel matando israelíes; lo buscan hacer sacrificando a los suyos, sacando rédito de una sangre que provocan y de la que son responsables, y cuyos prolegómenos no aparecen en los telediarios de las tres de la tarde.

Antes de caer bajo las bombas israelíes, los civiles muertos han sido ya marcados por los milicianos islamistas, una y otra vez, tantas como mil cohetes. Lanzan cohetes desde callejones en barriadas populosas, esconden arsenales y cuarteles generales bajo escuelas y hospitales, cavan túneles y subterráneos bajo las sedes de las ONGs. En los sótanos de las casas donde duermen los niños palestinos preparan los cohetes; en los hospitales donde por falta de medios mueren los enfermos, se esconde el cohete último modelo llegado de Teherán. Sacrifican de antemano a los suyos, condenándolos a morir si el láser israelí yerra unos metros; introducen a los suyos en la trifulca, sin remordimiento alguno, conscientes de que la responsabilidad caerá sobre Israel.

Durante siglos, los Gobiernos han buscado con ahínco alejar a la población civil de la atrocidad de la guerra, esto es, diferenciarlos de los objetivos militares que el enemigo vendrá a destruir. Salvar a los propios es el único objetivo legítimo de una guerra: ponerlos en peligro, y ponerlos en peligro absolutamente, la señal más evidente de depravación política y moral. La locura más absoluta en la guerra no está en buscar la aniquilación de la población enemiga: está en colocar a la propia al borde de la autodestrucción en una guerra salvaje que uno provoca pero que materialmente no puede ganar. Y este 'materialmente' es precisamente la clave del asunto: Confiar la victoria a la reacción del televidente europeo ante la muerte de los propios tiene mucho de macabridad inhumana y de desprecio a cualquier tipo de vida.

Hace cuarenta años, las selvas asiáticas mezclaban a vietcongs y campesinos vietnamitas, en un revuelto del que se aprovechaban los primeros a costa de la sangre de los segundos. Pero el principio acción-reacción-acción ha sido superado. Hoy, Hamás y Hizboláh han completado el giro, y han vuelto del revés este principio. No sólo no buscan con todos los medios a su alcance mantener a la población al margen de su conflicto con los israelíes; han aprendido que lo provechoso es, precisamente, involucrarla al máximo. Primero porque los escrúpulos israelíes ante la muerte de inocentes hacen menor la posibilidad de ser atacado. Y segundo porque la sangre televisada se ha convertido en la garantía para el horror en occidente, el mismo capaz de presionar a Israel más que las bombas palestinas.

Hoy, los islamistas de Hamás suben al marcador cuantos más muertos mejor; pero resultan mejores los propios que los ajenos, porque un niño palestino muerto sale más barato y proporciona mayores réditos que un soldado israelí menos. La formula no por repugnante es menos efectiva: Acabar con un pelotón israelí puede ser bueno, pero no suficiente; mostrar en la televisión europea cadáveres infantiles, resulta mejor. Y Hamás, en una inhumana pero coherente lógica estratégico-histórica tiene la elección clara.

Esto y no otra cosa es lo que caracteriza al conflicto palestino-israelí: la utilización en sacrificio de la población civil palestina como munición con la que alimentar la mala conciencia europea y el horror de los occidentales hacia la violencia empleada por Israel. Con Hamás se ha dado el paso definitivo de poner a la población civil delante, más que como un escudo humano, como una sanguinolenta bomba moral dirigida a occidente. A más muertes propias, mayor indignación occidental y mayor presión sobre Israel. La ecuación no por lógica es menos repugnante: Hamás más gana cuantos más palestinos muertos; Israel pierde cuantos más palestinos e israelíes encuentren su fin en la guerra. El problema, naturalmente, es que resulta más fácil dejar morir a los propios que evitar la muerte de los ajenos. Asimetría moral que ahora, en vísperas de la ofensiva terrestre contra Hamás, deviene también estratégica.

Así las cosas, la obligación de los israelíes sigue siendo evitar el derramamiento de sangre inocente. Pero enfrente, sus enemigos buscan y buscarán lo contrario: Cuanta más sangre mejor. Y de nada valdrá que Israel ponga todos los medios para evitarlo, porque Hamás pondrá los suyos -superiores por proximidad, ideología y capacidad- para lograr que los niños palestinos sigan quedando huérfanos y las mujeres, viudas. La única posibilidad de victoria sobre Israel se reduce a un solo principio: muertos, más muertos.