Helicópteros en Kabul
Cuando se conmemore dentro de bien poco el atentado de las Torres Gemelas en el imponente One World de Manhattan, sobrevolará ominoso ese lugar consagrado por la muerte de 2.996 neoyorquinos, un helicóptero virtual que estaba en realidad en Kabul.
En términos geopolíticos, los espantosos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, significaron la derogación del fin de la Historia de Fukuyama y su sustitución por la teoría rival de su colega Huntington: el choque de las civilizaciones. Nos esperaban una década larga de guerras de Occidente contra el Islamismo. El balance es el de una victoria parcial en Irak y otra en Siria, contra el Califato, y una derrota en Afganistán. Son batallas de una guerra que se sigue librando en el Sahel y en Occidente por el constante temor del regreso del contagio del terrorismo.
El fracaso de Afganistán puede no ser decisivo a corto plazo en ese sentido. Pero no se puede descontar su simbolismo. Especialmente para un mundo islámico acomplejado de inferioridad y resentimiento. Más en concreto, la victoria de los Mujaidines contra la Unión Soviética en 1979 y de los shabab o “muchachos” en Somalia en 1996 aparecían en las obras completas de Bin Laden como un llamamiento a la esperanza para la destrucción de los Cruzados occidentales.
En la noche del 12 de septiembre de 2001, los Estados Unidos invocaron el artículo 5 del tratado de Washington, constitutivo de la OTAN, el conocido como principio de defensa o seguridad colectiva, por primera vez en la historia. Un ataque contra uno era una ataque contra todos. Se culpaba a un saudí de buena familia que había anunciado profusamente sus intenciones aderezándolas de hechos concluyentes, como los atentados contra las embajadas americanas de Dar es Salam, Tanzania y Nairobi, Kenya en agosto de 1998, asesinando a 224 personas. Bill Clinton, entonces acuciado por el “affaire” Mónica Lewinsky, decidió, después de mucho tiempo de inacción, operaciones de represalia en Afganistán, donde se conocían campos de entrenamiento de Al Qaeda, y Sudán, donde se presumía que podía estar refugiado Bin Laden. Esta disuasión por procuración, en especial cuando se supo que lo bombardeado en Sudán era una fábrica de aspirinas, no convenció a los islamistas. El establishment americano reconocía que Bin Laden era su enemigo público número uno, pero no pensaba hacer otra cosa que no fuera cosmética. Eran los usos del “nuevo orden mundial” inaugurado por Bush padre tras la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética un par de años después. Pax Americana.
Así que aquella noche del 12 de septiembre lo que se preparaba era un cambio de orientación radical de la política estratégica de los Estados Unidos.
Bush hijo, entonces presidente, era un conservador tradicional en la línea de su progenitor y, en particular en política exterior se le consideraba tan carente o más de la “visión estratégica” aplicándole la misma crítica que antaño había recibido su padre. Los atentados del 11 de septiembre cambiaron por completo esta apreciación.
Quizá, según informaban entonces las crónicas, Bush hijo había sido secuestrado por una “confabulación de neoconservadores” (neoconservative cabal), una descalificación que unía a la antipatía por esa corriente de pensamiento una referencia apenas velada de antisemitismo, pues muchos de ellos eran judíos; o quizá los acontecimientos le habían hecho cambiar de ideas, el caso es que Bush decidió llevar la guerra a donde estuviese Bin Laden.
Los Talibán, un grupo islamista especialmente feroz de la etnia Pashtún y que se refería a sí mismo como el Emirato Islámico de Afganistán, estaba en el poder allá y se daba por seguro que cobijaba a Bin Laden, con quien compartía objetivos.
Bush dio un ultimátum a los talibán pidiendo la entrega del forajido y ante el silencio de estos lanzó la operación Libertad Duradera contra ellos. En efecto, en menos de un mes, el que antes sufría las burlas por su carencia de visión estratégica había diseñado una muy diferente a las convenciones reinantes. No se trataba meramente de una operación de disuasión o represalia, como prefirió denominarla el diario El País en un atentado al buen gusto, sino de reordenación del orden mundial basada en una política exterior completamente nueva.
Se trataba, haciendo muy corta una larga historia, de abandonar la política realista en materia exterior (aquella que ha dominado las relaciones internacionales desde la Paz de Westfalia en 1648) y abrazar una política idealista. Es decir, si la lección de Westfalia había sido que los Estados europeos no debían interferir en sus asuntos internos y que la religión de cada uno no podía ser casus belli, vedando todo universalismo en las pretensiones de los gobernantes, para evitar reediciones de la espantosa Guerra de los Treinta Años, lo que Bush proponía ahora era una política idealista, todo lo contrario. Por eso, la operación bélica no se llamó, Represalia Absoluta o algo por el estilo, lo que hubiera sido coherente con el patrón westfaliano, se represalia y luego se vuelve uno a casa, sino que se bautizó, Libertad Duradera con deliberada intención de marcar las diferencias.
Bush seguía por tanto los pasos de Fukuyama frente a Huntington. No se trataba de chocar con otra civilización sino de seguir expandiendo, como tras la II Guerra Mundial, como tras la Guerra Fría, la libertad americana como garante de la Pax Americana al mundo entero. De ahí que, cuando los inspiradores intelectuales de Bush se pusieron a escribir públicamente, llamaran al conflicto que se iniciaba la IV Guerra Mundial, habiendo sido la III la Guerra Fría. Este hallazgo correspondía al politólogo americano Eliot Cohen, pero quien escribió un libro entero con ese título fue el escritor Norman Podhoretz, que era sin duda uno de los fundadores espirituales del movimiento neoconservador.
Esa batalla que se iniciaba por tanto con esa denominación de Libertad Duradera no era sino una parte de una estrategia global equiparable a la que los Estados Unidos habían emprendido durante la Segunda Guerra Mundial tras el ataque a Pearl Harbor y en la Guerra Fría (o Tercera Guerra Mundial) tras el telegrama largo de Kennan y la decisión de Truman de no dejar caer a los estados europeos que estuvieran sufriendo intentos de desestabilización hostigados por la Unión Soviética.
Un país democrático, sin embargo, no puede más de lo que puede su electorado. Ya tras el inicio de la Guerra de Irak, segunda batalla en esta contienda, Bush sufrió numerosos ataques de la oposición Demócrata que, proverbialmente había votado a favor de la guerra antes de volverse en contra, para cambiar el rumbo, presumiblemente al realismo tradicional. Llegó luego el vendaval Obama empujado además por el huracán de la crisis de las famosas hipotecas sub-prime o dicho de otro modo la fiebre del dinero barato. Obama, que era en realidad un mal predicador envuelto en su incontinente labia, no retrocedió por completo a la política inmediatamente anterior sino que se dedicó a hacer la sutilísima distinción entre la “guerra buena”, Afganistán, porque era una respuesta admisible a un acto de guerra, frente a la “guerra mala”, Irak, que no había sido más que el capricho de Bush y su cábala. Como esto no era coherente intelectualmente con la Doctrina general que había puesto en marcha Bush, es decir, que eran batallas de una misma guerra global, lo único que generó fue confusión y desapego en la opinión pública.
Las dificultades en ambos frentes, en conflictos asimétricos en los que no siempre era sencillo identificar quiénes eran los enemigos, y la contrariedad añadida de dedicarse al “nation building” que había funcionado en los antecedentes alemán, japonés y coreano en las Segunda y Tercera Guerras Mundiales en tierras del Islam, hicieron el resto. Los americanos no podían soportar, ellos que habían perdido 100.000 vidas en las trincheras de la Gran Guerra, 400.000 en los acantilados de Normandía y 58.000 en Vietnam, por no hablar de los 600.000 de su Guerra de Secesión precisamente librada para la emancipación de los negros americanos uno de los cuales era ahora presidente, las 6.000 vidas y millones de dólares que habían perdido en esta contienda. La razón era que no entendían que la Libertad Duradera estuviera tardando tanto en llegar ni que realmente mereciese la pena. Entre evitar más atentados a corto plazo y cambiar el mundo para que no volviese a haber, se conformaban con lo primero por desilusión o pérdida de esperanza en lo segundo.
Obama había entretanto aumentado el lío diciendo primero que iba a contener el Estado Islámico - una excrecencia aun más violenta de AlQaeda en Irak y Siria - y derrocar a Bashar Al Asad en Siria, lo que hubiera significado un hito más en esa democratización-liberalización que propugnaba Bush en origen (política universalista frente a tradicional realista) y quedándose completamente quieto luego. Así que cuando Trump comenzó a hacer campaña prometió que acabaría con las guerras costosas en vida y moneda. Fue una de sus proposiciones más populares. Sin embargo, en su mandato, especialmente habilidoso en la utilización de herramientas diplomáticas y comerciales para desactivar situaciones de crisis y debilitar a sus enemigos, mantuvo la presencia necesaria para no perder ni Irak ni Afganistán. Lo que es más, mediante una extraordinaria combinación de operaciones especiales y colaboración con aliados y adversarios, acabó con el Estado Islámico en Siria. Incluso, en un más difícil todavía que no ha sido convenientemente ponderado, aprovechando el miedo del mundo árabe a Irán (ya calificado por Bush como perteneciente a ese eje del mal que había que erradicar) logró una estabilidad que Israel no había conocido nunca antes.
Cuando Obama estaba a punto de alcanzar la presidencia dijo en uno de sus interminables discursos: “estamos a cinco días de transformar fundamentalmente los Estados Unidos de América”. Como luego llegó Trump, parecía que había fracasado. Sin embargo, observando el advenimiento de Biden y lo que representa, quizá sea una apreciación apresurada. Lo que representa Biden es a unos Estados Unidos avergonzados de serlo, el triunfo de la contra-cultura de los sesenta. Formalmente, su política exterior, de un modo ciertamente confuso y particularmente ineficaz, es ese regreso a un realismo moderado. De ahí a perder por completo un país entero en el espacio de unos meses, hay un trecho que sólo un cúmulo de actitudes precisamente de la contracultura puede explicar. El caso es que ahora como entonces en Saigón hay un helicóptero en Kabul.
La pregunta sin embargo es si los Estados Unidos realmente van a ser una nación más, al modo del patrón Westfaliano, o una nación que va a liderar el mundo como lleva setenta años haciéndolo. Porque, con independencia de lo que pensemos y del juicio que nos merezcan los Estados Unidos, el capitalismo liberal, el progresismo o el sexo de los ángeles, si va a ser lo primero, tenemos todos un problema.