La España disoluta

por Rafael L. Bardají, 26 de noviembre de 2021

Para un español, lo bueno de viajar no es, como suele decirse, poder acercarse a gente distinta y culturas y hábitos diferentes, sino distanciarse de la propia. La distancia geográfica suele conllevar una distancia moral que todo lo pone en su sitio. Normalmente para bien, poniendo de relieve lo que es importante de lo que no lo es. ¿Quién en su sano juicio puede pensar que alguien como Teodoro García Egea pasará a los anales de la Historia? ¿O que los ajustes de cuentas entre Cayetana y sus compañeros de bancada van a ser estudiados por las generaciones futuras?

 

Ciertamente es sorprendente cómo estar en la oposición agudiza en los políticos sus más bajas tendencias cainitas, incluso cuando corren en contra de sus intereses. Pero ya sabemos gracias al historiador económico Carlo Maria Cipolla en su altamente recomendable ensayo Historia de la estupidez, que el estúpido es aquel que se hace daño a sí mismo, haciendo daño a los demás. Lo malo es que el demuestra cómo la tasa de estupidez humana es constante en cualquier agrupación social que nos inventemos. De Moncloa podemos pensar en la mandad; de Génova, claramente, en la estupidez.

 

Muchos achacan las perversiones de la política española a las ambiciones personales. Y no digo que el ansia de poder de los individuos no tenga relevancia, pero me inclino a pensar que es el propio sistema, la partitocracia instaurada en eso que muchos llaman “el régimen del 78”, lo que permite y alimenta la mayoría de nuestros males. Los políticos están dispuestos a matar porque aman disfrutar de una posición de poder. Poder no necesariamente para hacer cosas o imponer sus ideas, sino, más mundanamente, para que se les haga algo de caso. Y eso va desde que un director de periódico se les ponga al teléfono hasta contar con coche oficial, por citar solamente dos casos.

 

Que la cultura política española gira sobre la centralidad de los partidos, no me cabe la menor duda. Y que éstos son aparatos cada vez más despegados de la realidad social y que sólo miran cómo continuar beneficiándose de sus prebendas, lo veo más que claro. Un ejemplo bastante anecdótico pero que refleja bien cuanto digo: el pasado sábado, en un avión tempranero que salía de Madrid hacia el norte, apenas pasaje, excepto quien escribe y un grupo de 6 ó 7 personas que rodeaban a Inés Arrimadas. Jefe de gabinete, jefa de prensa, fotógrafo y no se qué más, sinceramente. Todos en comandita al servicio del number one. Cuando el entourage del líder es más numeroso que el número de escaños logrado en una elección, convendría hacérselo mirar. Es mi opinión personal, claro. Pero es que parte de todo eso sale de mis impuestos, no lo olvidemos.

 

Rara vez he coincidido con un político español que necesitara de un grupo de apoyo para sus desplazamientos, que no fuera recibido por los palmeros locales y que no desapareciera en una caravana de coches, visto y no visto. Las salas de autoridades de nuestros aeropuertos son testigo mudo de la laxitud de nuestro sistema y de los caprichos de muchos. Los romanos tenían sus juegos con los que contentar al populacho de cuando en cuando pero nosotros, desde el Covid, ni el fútbol. Bueno, el fútbol, sí.

 

La izquierda radical de Podemos denunciaba a “la casta” no por antidemocrática, sino por envidia. La prueba es que en cuanto pudieron se montaron al coche oficial cual marqueses, obtuvieron hipotecas para casoplones no concedidas al español de a pie y están permanente dispuestos a subirse el sueldo a pesar de la actual crisis. El resto se oponía, negando la existencia de la casta. Pero ahora que ya nadie habla de ella, hay que recordar que la casta existe. Que es una capa que se ha instalado plácidamente sobre el pueblo español, sobre las instituciones y cuya existencia gira en torno a conservar sus privilegios, que son muchos. ¿Cómo explicar, si no, por ejemplo, esa tarjeta para escaparse de pagar los peajes que el actual gobierno quiere imponer a todos los españoles? 

La realidad no resiste comparación alguna: España cuenta con el mayor número de políticos per capita del mundo; con el mayor parque móvil; con el mayor número de aforados; con el más grande número de senadores por población... y podría seguir si metemos en danza a las Comunidades Autónomas, diputaciones, etc. 

Vivimos en un estado del bienestar que busca el bienestar de nuestros políticos, no el bienestar de los españoles. Tontos por pagárselo.