La fascinación por la violencia

por Óscar Elía Mañú, 1 de octubre de 2017

Publicado en La Gaceta jueves 28 de septiembre de 2017

Lo que desde el principio caracterizó al movimiento 15M de 2011 fueron tres aspectos que paradójicamente pasaron desapercibidos en ese mismo principio: su carácter profundamente despótico y totalitario, su dimensión limitada y minoritaria, y su capacidad de fascinar a periodistas y medios de comunicación.

El conjunto heterogéneo de okupas, anarquistas, comunistas y sesentayochistas fracasó rotundamente en su intento de forzar a los representantes de los españoles a rendirse a sus sentadas y acampadas. La afluencia de despistados no acabó en una propagación de la revolución del No nos representan, y el fenómeno quedo reducido a unos miles, los de siempre, defendiendo en la Puerta del Sol lo de siempre.

Pero los organizadores triunfaron en un aspecto que no preveían, pero del que han venido disfrutando desde entonces: el encanto que la violación de las reglas ha despertado en gran parte de la opinión pública, y especialmente en los medios de comunicación, que se ha entregado casi sin excepción a la fascinación por la violencia callejera.

La mayoría española que trabaja, que cumple las leyes, que paga multas e impuestos resulta raramente atractiva: es de hecho mortalmente aburrida. Es la minoría que vocifera, que rompe la normalidad, que se enfrenta a la policía o grita en el Congreso la que goza del interés mediático.

Desde que se pensó que los indignados representaban a los españoles mejor que sus representantes, España se ha sumergido en un clima de seducción por la violencia, de deslumbramiento ante cualquier iniciativa de ruptura del orden político y social: Rodea el Congreso, Marchas por la Libertad, plataformas pro-ocupación, pobreza energética… Cualquier manifestación de intolerancia contra la convivencia constitucional, por limitada y aborrecible que sea, cuenta en la prensa con un aliado fuerte, siempre dispuesto a convertir la anormalidad en normalidad, en rebajar la normalidad a la categoría de aburrimiento, y el aburrimiento a la inexistencia.

El papel que el duopolio televisivo formado por Atresmedia y Mediaset juega en la justificación, la propagación y la exaltación de la violencia contra las instituciones ejemplifica bien esta actitud que parte de la opinión pública tiene ante las minorías agresivas y revolucionarias que hoy ocupan portadas de periódicos, titulares de telediarios o tertulias de televisión.

Las minorías agresivas y violentas existen en toda sociedad y en todo régimen político: lo que es anormal es la capacidad de seducción con la que cuentan en España. Lo cual provoca la elevación de comportamientos, actitudes y actividades marginales a categoría política: basta que sean lo suficientemente violentas y agresivas.

Esta patológica deriva se da especialmente en universidades, mundo cultural y medios de comunicación, y tiene en el fenómeno de Podemos su vértice político: la formación de Pablo Iglesias no sólo ha roto el aislamiento de los brazos políticos de ETA en el País Vasco y Navarra, llevándolos a los gobiernos y ayuntamientos y blanqueando su pasado; ha exportado también la violencia callejera a otros lugares de España, convirtiendo la kale borroka en sus distintas variables en forma normal de hacer política.

En los últimos años, el centro de Madrid parece de vez en cuando el Casco Viejo de San Sebastián. La diferencia estriba en que mientras los medios de comunicación se plantaban en los años noventa frente a la violencia callejera, en 2017 lo hacen junto a ella. A diferencia de entonces, los enemigos de las UIP no son los que les tiran piedras, sino los que buscan la foto que generará el debate sobre la actuación policial.

La ficción mediática se separa de la realidad. Más allá del embrujo con el que los periodistas se entregan a la algarada, tomando fotos y grabando planos, lo cierto es que la población se mantiene al margen de un fenómeno que tiende a encapsularse: es marginal y se mantiene marginal. Esa es la razón por la que la estrategia callejera de Podemos ha fracasado una y otra vez.

A día de hoy, las marchas callejeras podemitas reúnen a un número de personas que, desde el punto de vista revolucionario, sólo cabe calificar de patético. Eran pocos, son pocos y parece que lo seguirán siendo. Las retransmisiones y directos de Atresmedia no parecen ser capaces de cambiar este carácter marginal de la izquierda totalitaria que desfila una y otra vez por las pantallas.

Lo que caracteriza precisamente la crisis catalana es ese mismo carácter, limitado y amplificado a la vez. Es la posibilidad de violencia lo que atrae la atención de los medios de comunicación, y con su amplificación, lo que genera miedo en el Gobierno central. Las milicias independentistas han tejido en la sociedad catalana una red amplia de agitación y de acción callejera cuyos efectos vemos todos los días, red que combina la capacidad de sacar a los propios a la calle y de atemorizar y amedrentar a los rivales con métodos violentos.

Los incidentes del pasado 20 de septiembre en Barcelona ocuparon portadas y tertulias: pero la gravedad parece dimensionarse cuando se descubre que se trataba de unos pocos cientos de militantes independentistas cercando a unos agentes de la ley mal equipados, mal coordinados y aislados de los refuerzos. Con un número suficiente de agentes dotados de adecuado material, la realidad se hubiese impuesto: y con ella frustrado unas cuantas portadas.

Como un espectáculo, aquello fue retransmitido en directo por las televisiones, alentó la esperanza de los independentistas y asustó aún más al asustadizo gobierno de Rajoy. Pero precisamente en las últimas horas antes de la amenaza del referéndum puede constatarse que esta capacidad de movilización es apreciable, pero insuficiente.

Como ocurre en el resto de España, quienes se lanzan contra el orden político son una minoría: “los estudiantes” que cortan las calles son unos cientos, unos miles en su cénit, entre varios cientos de miles. Los padres que empujan a los niños a las marchas son una minoría marginal. Los funcionarios capaces de romper con su trabajo, unos pocos.

Españolista, autonomista o indiferente, lo cierto es que la inmensa mayoría de los catalanes no es independentista; y aún la mayoría de los que lo son parecen tener el suficiente sentido común para no estar dispuestos a ir al choque violento en la calle para destruir la sociedad y crear una República popular catalana, comandada por un conjunto heterogéneo de gangsters y resentidos con gusto por la violencia.

La llamada mayoría silenciosa catalana es cada vez más amplia, y los dispuestos a jugársela en la calle, cada vez menos. Pero la fascinación por la violencia de los medios de comunicación tiende a esconder precisamente este hecho fundamental: que el proyecto independentista es minoritario, que la violencia fluctúa siempre dentro de la marginalidad y que la gran mayoría de los catalanes está al margen.

Pero lo mayoritario es siempre estático, inmóvil: en suma, aburrido. Por eso el carácter atractivo y aún adictivo de la violencia para gran parte de la prensa juega a favor de la minoría: la supervivencia del proyecto independentista depende de la capacidad de ocupar portadas y telediarios, lo que es únicamente posible mediante la violencia en directo y televisada a la que están enganchados nuestros medios de comunicación. Tan fascinados como para premiar con su atención a las minorías y castigar a las mayorías.