La pandemia china y la nueva anormalidad

por GEES, 4 de mayo de 2020

España es diferente

 

España ha sido el país más afectado por el virus. Aun sufriendo el cautiverio más estricto, ha padecido el mayor número de muertes en proporción a su población, excluido el caso de Bélgica con un modelo de recuento distinto. Se vislumbra además la peor depresión económica del mundo. ¿Por qué?

 

Desde los años setenta, España sufrió los mismos males causados a Occidente por las dos crisis del petróleo (la primera en 1973 por el antisemitismo árabe tras la guerra del Yom Kippur; la segunda en 1979 por la revolución islámica iraní que transformó a la antigua Persia de aliado en enemigo) que se extienden hasta el presente. Son la dependencia energética exterior, el desempleo de masas y el crecimiento económico limitado. Añadió a esto su diferencia específica. La ausencia de reacción frente a los excesos de la izquierda y la contracultura, por complejo de franquismo, lo que fue minando la identidad nacional, el desarrollo económico y la propia evolución democrática.

 

Para el año 2011 la agudeza de estos problemas en su forma española habían llevado al Estado a la bancarrota y a la nación al borde de la quiebra (“Apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento catalán” había dicho Zapatero del problema de la desigualdad de derechos según regiones). Entonces, Europa, que estaba siendo dominada por Alemania por la fuerza de las circunstancias (esencialmente su eficacia económica en relación con el resto del continente salvo Inglaterra) obligó a Zapatero a reformar la Constitución y abandonar el poder, para que la gestión económica recayese en manos menos irresponsables y Alemania (Europa) pudiera recuperar su inversión.  

 

Sin embargo, la violencia de los cambios sociales sufridos por España en las décadas anteriores había disminuido su poder relativo respecto a Europa (dramática caída de la natalidad y de su peso demográfico en Europa, desindustrialización, incremento de la dependencia energética y abandono de la educación en manos casi exclusivamente públicas, asumida la instrucción pública de hecho por la televisión). Esto llevó al poder a un grupo social incapacitado para hacer algo distinto a vagamente cumplir con las reglas contables impuestas por Alemania en nombre de Europa. La continuidad, y agravamiento, de todos los demás problemas garantizó la recaída identificada en el problema nacional de los separatismos, manifestación a su vez de la pérdida de soberanía generalizada por la dependencia económica y la ausencia de un proyecto conjunto. Un sistema político poco interiorizado desde la misma redacción de la Constitución del 78, la democracia liberal que los americanos habían impuesto a su imagen y semejanza a los países europeos desde la Ley Fundamental de Bonn de 1949, la Constitución italiana del 47 o incluso la adaptación singular de la Constitución gaullista francesa de 1958, cayó en absoluta disolución. La dejación de responsabilidades por parte de las autoridades y la sociedad, derivó en una moción de censura esperpéntica y una sucesión de elecciones no concluyentes en que la ciudadanía votaba con la doble espada de Damocles de la incapacidad de salir del ciclo de decadencia demostrada por los últimos gobernantes y la promesa de la tercermundización política en el otro bando. De esa trágica indecisión salió Sánchez.   

 

De modo que cuando llegó el virus, la primera reacción fue mantener las fronteras abiertas al equipo de fútbol de Wuhan que entrenaba en Sotogrande, mientras se criticaba el cierre de fronteras de Trump. Poco tiempo después y tras celebrarse, es un decir, el 8 de marzo por todo lo alto, comenzaron a encenderse todas las alarmas del contagio y a pasarse al extremo contrario. De la inacción inicial y de la sobreactuación subsiguiente es hija la situación presente.

 

Evidentemente, la primera responsabilidad recae en el gobierno constantemente obligado por su obsesión ideológica a gestionar desde la perspectiva política y de propaganda en lugar de en función de una exigencia de salud pública. De hecho, el término salud pública tiene en el vocabulario izquierdista desde Robespierre una significación completamente distinta de la que tiene para el resto de los mortales. Como es notorio, el término de salud pública fue usado durante el periodo de la Revolución francesa, llamado La Terreur, para justificar la salvación pública de la república a cambio de cualquier precio en vidas humanas. No es extraño, por tanto, que el automatismo de un gobierno extraideologizado privilegiase desde las concentraciones del 8 de marzo, la inacción original primero y el exceso restrictivo después, a acciones razonables basadas en razón y derecho. Su finalidad no era, no es, la gestión de un asunto de interés público, sino el avance de una agenda “de progreso”.

 

Así, se han adoptado, estados de alarma sucesivos, carentes del fundamento jurídico de utilidad y proporcionalidad (hay más muertos que en ningún sitio pero a cambio de haber más restricciones que en ningún sitio). La no derogada interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (artículo 9.3 de la Constitución) o la figura de la desviación de poder, usar una institución jurídica para lograr los efectos de otra, son solo una pista a los juristas que quieran interesarse en el asunto. La respuesta que obtendrán será sólo esta: si no se hubiera hecho, el desastre habría sido mayor. Lo que, por supuesto, es perfectamente indemostrable. 

 

Finalmente, ante el resultado calamitoso para la economía, las autoridades han comenzado a estudiar dos opciones. La apelación a la mala suerte y la intención de dar pena a las instituciones europeas para obtener el rescate en las condiciones menos onerosas. O, incluso, la búsqueda de una situación de impago de la deuda para intentar justificar una auténtica revolución bolivariana o “a la argentina” en que la culpabilización de las instituciones financieras mundiales por querer extraer su libra de carne de una pobre nación exhausta, sea la justificación para la perpetuación de las restricciones a la libertad a las que con demasiada naturalidad nos hemos acostumbrado.

 

Porque el otro lóbulo del hecho diferencial español, además de un Gobierno insensato, es la respuesta algo menos que gloriosa tanto de la sociedad como de una parte de la oposición.

 

Si tomamos los tres aspectos más críticos por los cuales la enfermedad nos ha afectado más: la reacción inicial del Gobierno manteniendo la apertura de las fronteras con las zonas de riesgo; la súbita media vuelta adoptando medidas draconianas sin suficiente fundamento; y la apelación final al mero azar para suscitar la comprensión, y el préstamo, europeo o internacional, vemos que en las tres, cuenta con grandes capas de adeptos entre una sociedad infantilizada. 

 

Respecto a la negación de las fronteras no hace tanto que la bandera que ondeaba en el ayuntamiento de Madrid era la del “Welcome refugees” de la asociada ideológica de uno de los vicepresidentes del gobierno. Pero no es tanto la ideología misma lo importante cuanto que su aceptación incondicional por parte de un malentendido “buenismo” de un sector social.

 

Aun ahora, cuando Schengen ha volado por los aires, a diferencia de los compañías de aviación, que se quedan en tierra, se piensa que una de las consecuencias de la crisis sea que los muros no pueden contener los virus. Muchas personas inteligentes han absorbido el mensaje de que la constante interacción de las personas sin restricción alguna de nacionalidad, raza o religión es siempre, en cualquier caso, sin ninguna excepción excelente y recomendable, siendo lo contrario un grave caso de arcaísmo, racismo, nacionalismo separatista y maldad. Sin embargo, hoy todas las fronteras están cerradas, incluso las provinciales. De hecho, los muros de nuestras propias viviendas son los primeros separadores. Esto, según el propio argumento del estado de alarma, es lo que salva vidas y evita el colapso hospitalario. Con todo, defenderlos sigue siendo malo. Ese es el gran privilegio de la izquierda, sostener al mismo tiempo un argumento y su contrario. Como Walt Whitman repiten: ¿me contradigo? Muy bien, me contradigo. Contengo multitudes.

 

En cuanto a la adopción de medidas sin proporcionalidad suficiente ni fundamento específico - estando prohibida la arbitrariedad, esencia del Estado de Derecho, según la tradición jurídica a la que presuntamente pertenecemos - la sociedad las ha admitido “por si acaso” se salva alguna vida. 

 

En otras latitudes se ha querido hacer la comparación de los efectos con las medidas. Por ejemplo, ante el peligro de contagio, el cierre de todo durante largo tiempo, parece ser que al menos lo modera. De modo que, hágase. Sin embargo, es evidente que esto tiene efectos en otros aspectos sociales como pérdidas de empleo generalizadas, violencias domésticas sobre personas más vulnerables, aumento del alcoholismo, tabaquismo, uso de drogas, depresión, suicidios.

 

Con frecuencia (demasiada) se usa la metáfora de la guerra para referirse al combate frente a la pandemia. Usese pues este ejemplo. En la I Guerra Mundial, nada más empezar, Alemania puso a funcionar su famoso Plan Schlieffen para envolver al ejército aliado, esencialmente francés. Entró así en Francia a través de Bélgica, violando su neutralidad, donde el ejército cometió diversas atrocidades de las cuales quizá la más recordada fue la quema de Lovaina y su Universidad. Alemania tomó también el control, en agosto de 1914, primer mes de la guerra, de la cuenca siderúrgica belga obteniendo una ventaja decisiva para la construcción de armamento. Tras un esfuerzo inmenso y sólo a partir de 1916, adoptando planes centralizados de producción, y 1917, con la intervención americana, pudieron los aliados compensar esta pérdida estratégica. ¿Hubiera debido desatender este esfuerzo económico Francia para atender al bélico exclusivamente? No, puesto que el segundo dependía del primero. 

 

Así que, si vamos a actuar en la guerra como en la guerra, deberemos seguir ponderando cuáles son las necesidades y cuáles son las medidas necesarias para paliar los males en su conjunto, no plenamente desconectados del resto de la realidad. En concreto, sólo con medidas que permitan preservar del contagio sin destruir el resto de vidas podrá continuar la vida. El equilibrio no es un lujo, es una necesidad. 

 

Respecto a la percepción social de la situación económica, conviene llamar a esta por su nombre: la desaparición súbita impuesta por el poder del derecho al trabajo. Hablamos de la caída del PIB, de la ausencia de crecimiento, incluso del aumento del paro. Esta perspectiva economicista es la dominante en Europa continental desde las dos crisis del petróleo citadas. Tras ellas se descubrió que los estados podían garantizar mediante subsidios lo que nunca había sucedido en la historia, que sin trabajo pudiera ganarse el pan. Tuvo como consecuencia el aumento de la deuda y el descenso de la producción, pero nada más. Los expertos creyeron haber dado con el bálsamo de fierabrás económico. No obstante, no sólo desatendieron las consecuencias sociales sino que perpetuaron el problema. En efecto, si quieres menos de algo, ponle un impuesto; si quieres más de algo, ponle un subsidio.

 

Así, España, como siempre a la cabeza de estas tendencias posmodernas, ha transformado su desempleo en crónico. Antes de la pandemia, seguíamos sin ser capaces de bajar del 14% liderando a Occidente en la estadística. A ello hay que añadir unas perspectivas de empleo deplorables para la escasa juventud que nos queda por nuestra baja natalidad. Es decir, poco empleo y malo, hasta donde llegan los ojos. 

 

Cuando se habla de crisis económica y de pedir o no rescates a los países europeos más prósperos se habla de esto, no de otra cosa. De la capacidad de España para producir la riqueza necesaria para proporcionar empleo. No es que la riqueza sea en sí un objetivo, como se ha venido deslizando desde hace lustros, sino que es la condición para proporcionar una autonomía a la vida de los españolitos que van naciendo. Es decir, que permita tomar decisiones en una esfera, jurídica y económica, de libertad. Ausente esta, deberán depender, para lo poco que tengan, del Estado. Dicho de otro modo, cuanto peor sea la crisis económica y cuanto peor sea la cuenta que deba pagar Merkel por las desgracias presentes, mayor será el control del Estado sobre los españoles, rebajados de la categoría de ciudadanos a la de súbditos de un Estado que lo deberá todo a todos. Deberá deuda fuera (y dentro) y deberá sueldos, pensiones y subsidios dentro. En suma, será o un Estado totalitario o una compañía de seguros mal gestionada. 

 

Hasta aquí, efectivamente, hemos llegado. Hasta aquí nos ha traído el gobierno más posmoderno de la sociedad más posmoderna. 

 

No todos los demás son exactamente igual de idiotas

 

Como se ha dicho, estas tendencias, agudizadas en España hasta el paroxismo, son comunes a Occidente. Pero los grados son importantes. De hecho, poco antes de la crisis del virus chino, una parte de Occidente estaba en un inequívoco proceso revocatorio de esta decadencia.

 

Las tres revoluciones modernas occidentales son estas. La británica de 1688 que aparte de echar a los católicos del poder, representa el ascenso del Parlamento y de los derechos ciudadanos. La americana de 1776, explicada en la famosa frase de Jefferson en la Declaración de independencia: todos los hombres son creados iguales y reciben de su Creador ciertos derechos inalienables, entre los que están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. La francesa de 1789.

 

Es decir: Los ingleses se adelantan en el reconocimiento de los derechos que permiten a las personas ser las dueñas de su destino, se entiende, siempre en manos de Dios. Los americanos llevan este reconocimiento a su perfección generando un sistema especialmente diseñado para preservar esa esfera de libertad individual frente a cualquier poder superior, si sois capaces de guardarlo, según la sabia advertencia de Franklin. Por fin, Francia, recogiendo esas tradiciones, les da forma continental y las expande, por la violencia si es necesario, Napoleón, al resto del continente.

 

Pues bien. En junio de 2016, el pueblo británico quiso liberarse del yugo de la Unión Europea votando sorprendentemente que no en un referéndum convocado al efecto. En noviembre de 2016, el pueblo americano votó a Trump como presidente para revocar ocho años de Obama que había designado a Hillary Clinton como sucesora de su peligrosa inspiración de poco antes de ganar las elecciones “…estamos a cinco días de cambiar fundamentalmente los Estados Unidos de América”. En mayo de 2017, Francia tenía unas elecciones presidenciales en que se decidía la continuidad del sistema frente a la sorprendente contrincante en segunda vuelta, Le Pen. 

 

Es obvio que en esta sucesión de hechos hay un significado. Es este: el poder de las elites en Occidente se había ido asemejando cada vez más al despotismo ilustrado que precedió las revoluciones modernas, resumido en la expresión de María Antonieta cuando dirigiéndose a sus cortesanos preguntaba qué querían las turbas de París. Quieren pan, señora. Dénselo. No hay. Ah, pues que les den brioches.  

 

Durante décadas la decadencia de los pueblos se había ido asentando. Afectados por la globalización, los crecimientos raquíticos, que ya sabemos que lo que significan es la disminución de las poblaciones libres e independientes que pueden trabajar, y la huida hacia adelante de los poderes establecidos únicamente interesados en cruzadas climáticas y posmodernidades sociales, no tenían futuro. 

 

Pero la revolución esta vez, ahora mismo en la fase de Valmy de dura lucha frente a las monarquías absolutas, en plena redacción de la sangrienta letra de la Marsellesa, no atravesó el canal de la Mancha. Le Pen, excesivamente vulgar y poco convincente, perdió frente a Macron. La revuelta no llegaría al continente pero, cuando el virus nos golpeó a todos, la tendencia no había desparecido. 

 

Dicho en términos pandémicos, no se había alcanzado el pico de reproche a las elites de expertos y políticos que durante largos años llevaron a Europa y Occidente a una situación de desconexión democrática. Durante la gestión de la crisis de la pandemia se han acelerado las acciones conjuntas de expertos y políticos, en defensa de sus propios intereses frente a los de la sociedad. Lo que es peor, lo han hecho bajo el perenne disfraz que tanto irritaba a los pueblos de: “nosotros realmente somos los que mejor sabemos lo que os conviene, no es razonable que os opongáis en esta situación tan crítica de la que no sabéis nada”.

 

Ante la evidencia del resultado en España de la gestión de la epidemia, parece que esa impugnación general de la deriva del sistema de democracia a despotismo ilustrado a absolutismo, es más que legítima. Si algo ha parecido este momento es la orgía de expertos y políticos actuando de consuno con el mayor desprecio por el pueblo que debe hacer lo que se le dice, por su propio bien. Nada es más representativo de esta actitud que el reconocimiento de la necesidad de “minimizar  ese clima contrario a la gestión de crisis por parte del gobierno”. 

 

En el mundo posterior al coronavirus este combate entre pueblos y elites se habrá exacerbado. ¿Qué pasará?

 

Y ahora, qué

 

La realidad geopolítica anterior a la crisis reflejaba a una Europa en su enésima crisis interna por el Brexit, que seguramente sobreviviría, pero a un inmenso coste, especialmente respecto al ya casi perenne déficit democrático. En cuanto a Estados Unidos, su posición incontestada de líder del mundo en términos económicos y militares seguía siendo inapelable una vez derrotado el islamismo terrorista suní y en fase de contención con el chií iraní. El combate con China había sido trasladado deliberadamente por los americanos al terreno económico para impedir el bélico, retrasado sin duda por la condición nuclear de ambos pero siempre inminente por la constante intención china de convertirse en dominante en la zona de Asia-Pacífico e incluso en África. Pero sobre todo, por la objeción general al orden mundial vigente. El virus, especialmente si se confirma la inadvertencia y quién sabe si la acción voluntaria de China en su expansión, lo cambia todo. El combate económico, como mínimo, se recrudecerá.

 

Ante esta situación mundial, la posición de España queda una vez más como irrelevante. Ciertamente esta es una intención querida por el Gobierno y parte de la sociedad. Desprovista España de cualquier mecanismo de resistencia ante la globalización y ante las grandes rivalidades geopolíticas, queda aparcada de la historia universal. Es un apéndice empobrecido de una Europa que a su vez cuenta cada vez menos. Por la dominación energética de Rusia sobre su país dominante, Alemania, y por la relación comercial con China e incluso zonas apestadas como Irán, insistente en mantener su programa nuclear, punta de lanza de su revolución islámica. 

 

El precipitado resultante condena a España a una doble decadencia: la conjunta europea y la específica de su quiebra nacional y de organización política. Se acerca peligrosamente a derivas de tipo argentino o bolivarianas. En suma, sometimiento, empobrecimiento e irrelevancia. 

 

No obstante, no se ve con claridad que la crisis económica y la continua amenaza de la  pandemia hasta que no haya vacuna, suponga una crisis insuperable en las sociedades posmodernas. Por una parte, la riqueza acumulada en materia de infraestructuras y la que proporciona el capital humano, por muy debilitado que haya quedado este tras décadas de desidia, son un elemento distintivo de las guerras sufridas en el siglo XX tanto en Europa como en España. A su vez, esas posguerras fueron momentos vitales y de progreso. 

 

Por fin, el avance de la tendencia civilizadora de naciones y tradiciones desde Estados Unidos a Hungría y desde Inglaterra a la misma Francia, en su lucha contra las elites, proporciona el mayor elemento de optimismo para la revocación de un sistema que parece estar en declive en todo Occidente. Contrariamente a las ideas recibidas, esa es la única alternativa que puede permitir mantener un espacio de colaboración occidental frente a las amenazas que se ciernen sobre ese modelo geopolítico nacido del final de la Guerra Fría. Es evidente que una epidemia que ha cerrado las fronteras a los tránsitos de las personas durante tanto tiempo limitará la expansión de un tipo de globalización que se había vuelto ya letal para las aspiraciones de empleo de europeos y americanos. Una reordenación de esta sobre bases más justas es posible, aunque el empuje de China hacia un mayor dominio y control de las reglas del juego es previsible. De ahí que la resistencia americana en este punto como en tantos otros sea decisivo.

 

La situación de España, dentro de una Europa oficial decadente, es trágica, pero no desesperada. Su salvación depende tanto de una reorganización política más democrática como de la confirmación de esta revolución para el resto del continente.