La política exterior. Un ensayo interpretativo

por Florentino Portero, 25 de octubre de 2000

(Ponencia presentada al Congreso 'Las claves del siglo XX')
 
Introducción.
 
No parece éste el lugar adecuado para tratar de condensar, en apenas veinticinco páginas, el cúmulo de datos que han conformado la política exterior de España durante un siglo particularmente complejo y turbulento de nuestra historia nacional. Entiendo que lo que esperan de mí los responsables de este Congreso, a los que agradezco su gentileza al invitarme a participar, es más bien un ensayo interpretativo sobre la evolución de las líneas fundamentales de esa política. A este objetivo me ceñiré (1).
 
Consideraciones generales.
 
Vayan por delante algunas consideraciones de carácter general.
 
La periodización en años, décadas o siglos nos sirve para medir el tiempo. Sin embargo, su utilidad disminuye cuando tratamos de hacerla coincidir con períodos históricos coherentes. El siglo XX , en el mundo, en Europa o en España, carece de unidad. Sólo la lucha por la implantación de la democracia en Europa Occidental, frente a 'ismos' de muy distinto signo y tremendas guerras mundiales/civiles, parecen vertebrar uno de los períodos más vertiginosos y dramáticos de nuestra historia, aunque esta tensión afectaría más directamente al período comprendido entre el fin de la I Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín, auténtica Baja Edad Contemporánea, si nos referimos a la Historia de Europa. Para el caso español podríamos dar como fechas de referencia 1923 o 1931, para el inicio y 1978 para su final.
 
La política exterior no es sólo un conjunto de actos realizados por un estado en un marco geográfico determinado. Es, sobre todo, aquello que le da sentido y coherencia, resultado de la percepción que tiene de su propia identidad e intereses. Los actos son así consecuencia de esa visión previa sobre la propia colectividad, sus valores y objetivos, tanto en el ámbito doméstico como en la comunidad de las naciones. La política, por lo tanto, más que un 'hacer' es un 'querer hacer', una voluntad de acción en pos de unos objetivos. La condición para que un estado pueda desarrollar una política exterior coherente es haberse dotado de un marco institucional capaz de canalizar y dar respuesta a las demandas sociales, forjar una identidad común suficiente, definir unos objetivos externos y disponer de los medios y la voluntad necesaria para llevarlos a cabo. A lo largo del siglo XX España fue incapaz de lograrlo de forma continuada. La crisis de convivencia que caracterizó su historia durante parte de esta centuria privó a su acción externa de cohesión y energía, interrumpió el proceso de decantación, hizo que la sociedad perdiera conciencia de su propia identidad internacional y abocó a la nación a un papel secundario en el concierto internacional.
 
A lo largo del siglo, y por distintas razones, se produjeron cambios importantes en la conducción de los asuntos exteriores de los estados, sobre todo a partir del final de la II Guerra Mundial. En 1900 la política internacional era sinónimo de diplomacia. El Ministerio de Estado monopolizaba las relaciones con el exterior a través de un limitado número de delegados conocidos como embajadores. En un mundo en el que la comunicación era un problema, el embajador continuaba asumiendo, como en épocas anteriores, un alto grado de representación del Estado, dirigiendo personalmente delicadas negociaciones. En la segunda mitad del siglo este modelo entra en crisis.
 
En primer lugar, gracias a la revolución en las comunicaciones y en los transportes, los jefes de gobierno y ministros de estado se reúnen periódicamente y continúan las negociaciones mediante el teléfono, reduciendo el papel del embajador. El aparato burocrático pierde así influencia ante los representantes políticos.
 
En segundo lugar se produce una merma del control del Ministerio de Estado sobre las relaciones con el exterior en el seno del Gobierno. Al aumentar y diversificarse éstas, intervienen más ministerios y agencias gubernamentales, que acreditan a sus propios delegados ante gobiernos u organizaciones internacionales. En unos casos esos delegados sitúan su actividad en el marco de la embajada, pero en otros no. Aunque pueden encontrarse bajo la autoridad del embajador, la diversidad de sus funciones y su dependencia directa del ministerio privan al anterior de capacidad real de ejercer su función de coordinación y cohesión de la acción exterior, llegándose al caso, relativamente normal en nuestros días, de que un estado mantenga posiciones contradictorias en el exterior por la intervención de distintos ministerios con perspectivas o intereses diferentes. La creciente importancia del ámbito internacional en la vida política y la necesidad de evitar situaciones como la descrita han llevado a los presidentes de gobierno a establecer consejos, bajo su directo control, encargados de fijar criterios generales, limar diferencias y supervisar su correcto desarrollo. El caso más conocido es el del National Security Council norteamericano, de dimensión proporcional a la actividad que desempeña. De menor tamaño encontramos organismos semejantes en otros países. España se ha incorporado tardíamente a esta tendencia con la creación del Consejo de Política Exterior el 21 de julio de 2000.
 
En tercer lugar asistimos a un proceso ya presente a principios de siglo pero que ha tenido un importante desarrollo con posterioridad: la intervención de entidades privadas. Instituciones culturales y educativas, como una universidad, o sociedades mercantiles, como un banco, actúan en el exterior siguiendo criterios propios. En ocasiones lo hacen de forma directa, gestionando sus actividades. En otros casos se suman a proyectos colectivos, participando menos en la gestión. En todas las situaciones generan un interés nacional que no siempre responde a la política del gobierno y que, en ocasiones, es contrario a ésta.
 
La consolidación y desarrollo de la democracia en Europa y en España ha tenido también importantes efectos sobre la acción exterior.
 
Por una parte se ha limitado, sino desaparecido, el antiguo principio por el cual la delicadeza de los temas encomendados a los ministerio de Estado y Guerra exigía una discreción que privaba a la sociedad y al Legislativo de información y capacidad de control.
 
Por otra, se proyecta sobre estas actividades el conjunto de mecanismos socio-políticos característicos de las sociedades democráticas, como los relativos a la formación de la opinión pública. Ya no basta con lograr el apoyo del Congreso en un momento determinado, es necesario asegurar continuamente el respaldo de la ciudadanía. Hay que explicar y argumentar, pero sobre todo hay que convencer con gestos y mensajes sencillos y directos a una opinión voluble y superficial.
 
Por último, el siglo XX ha sido testigo del alza y declive de uno de las realidades históricas más características de la contemporaneidad: el estado-nación. Si el fin de la I Guerra Mundial pareció consagrar el derecho de las naciones a ser estados, los años venideros darían testimonio de sus perversos efectos sobre el orden europeo e internacional. A ello se sumaría la incapacidad de los estados para dar respuesta a problemas de gran magnitud, lo que llevaría a la creación de organismos internacionales de distinto tipo, pero que implicaban importantes mermas de soberanía. Desde la creación de la Alianza Atlántica y la CECA hasta el Tratado de Amsterdan, los estados europeos han continuado avanzando en un proceso complejo de transferencia de competencias hacia entidades supraestatales, de muy distinto tipo. Un proceso acelerado por la 'globalización' característica de las últimas décadas del siglo.
 
Pasemos ahora a repasar, si bien someramente, los momentos más destacados de la política exterior española durante el siglo XX.
 
La crisis del sistema político de la Restauración.
 
Comenzaba el siglo con la resaca de los acontecimientos de 1898, precedidos por el asesinato del Presidente del Consejo, Antonio Cánovas. Todo un mundo se venía abajo, dejando al descubierto las limitaciones del sistema político (aireadas por la publicística regeneracionista y la 'literatura del desastre') y la inconsistencia de la política exterior desarrollada desde la restauración de Alfonso XII ¿Cómo se podía mantener un imperio ultramarino desde el 'recogimiento' canovista o con la sola apertura italiana ensayada por Moret? Aunque también cabía invertir el sentido de la pregunta ¿Acaso podía España asumir las responsabilidades consiguientes a la entrada en un sistema de alianzas con la estrechez de sus presupuestos y el penoso estado en que se encontraban sus ejércitos? Antonio Cánovas, buen conocedor de nuestra historia imperial, había optado por huir de los compromisos en consonancia con un sentir general que José María Jover ha denominado 'noción de la Península como un mundo aparte' (2), concentrado en los asuntos internos, los coloniales y la propia seguridad. La contradicción fundamental residía en el tratamiento de la cuestión colonial. España debía preservar su presencia en el Caribe y en el Pacífico. Para ello debía asegurar su estabilidad interna y el equilibrio regional. Al no dar satisfacción al movimiento autonomista, el Gobierno empujó a este sector hacia la opción independentista, encontrando en el camino la interesada colaboración norteamericana, que no pudo ser contenida por medios diplomáticos o militares. Se erró en el tratamiento de la política cubana y se erró al pensar que se podían tener colonias en el Caribe y en el Pacífico con una política exterior de 'recogimiento', salvo que se dieran por descontadas sus respectivas pérdidas, optando por permanecer a la espera de acontecimientos (3).
 
Durante los años de la Monarquía de Alfonso XIII se produjeron cambios importantes y, sobre todo, quedaron apuntadas las líneas de acción que acabarían definiendo la diplomacia española durante el resto del siglo.
 
Si con la crisis del 98 la clase política aprendió la lección de que España necesitaba aliados sólidos, con la invitación anglo-francesa a sumarse a su acuerdo de 1904 los encontró. Con él se llegaba a un entendimiento sobre el reparto de Marruecos y, consiguientemente, sobre el control del Estrecho, compromisos desarrollados posteriormente con los Acuerdos de Cartagena de 1907. Tras la humillación antillana España veía reconocidos sus derechos en Marruecos, si bien de forma indirecta. La diplomacia española no había sido invitada como una igual a las conversaciones que dieron lugar al entendimiento. El citado reconocimiento sólo llegaba por la exigencia británica de que Francia no pudiera poner en peligro su control sobre el Estrecho, lo que afectaría a las líneas de navegación británicas que vertebraban el Imperio. España era utilizada, sacaba provecho, pero no contaba.
 
El reparto de Marruecos aportaba a España el marco de seguridad que deseaba: localizado en el ámbito del Estrecho y ajeno a los problemas continentales. Se situaba de nuevo en una posición equidistante del Reino Unido y de Francia, confiando en la marina británica para el control del Estrecho y en Francia para el mantenimiento del equilibrio en Marruecos. Dejaba atrás las aproximaciones al II Reich y a Italia, características del período precedente. Aún así, acabaría representando una carga excesiva para un régimen en descomposición y un Ejército mal organizado. La cuestión marroquí fue determinante en el desprestigio de la Monarquía y en la evolución de la oficialidad hacia posiciones nacionalistas y antiliberales.
 
Mientras tanto los dos polos culturales más importantes del Reino se decantaban por una mayor integración en Europa. En Madrid el ámbito institucionista, representado crecientemente por la figura del joven Ortega, concentraba sus esfuerzos en regenerar la educación en España, fundamento de una nueva ciudadanía, con la incardinación de la ciencia española en las más selectas corrientes europeas.
 
'Regeneración es inseparable de europeización (...) Regeneración es el deseo, europeización es el medio de satisfacerlo. Verdaderamente se vio claro desde un principio que España era el problema y Europa la solución' (4).
 
En Cataluña tanto el Modernisme como el Noucentisme buscaban la renovación de la vida catalana en el reconocimiento de su identidad nacional y en una franca apertura a la cultura europea. En ambos casos el liberalismo se fundía con un compromiso de reforma cultural y ciudadana que estará en la base de buena parte del movimiento europeo español a lo largo de la centuria (5).
 
 También la denominada clase intelectual jugó un papel determinante en el reencuentro de España con América Latina tras el traumático proceso independentista. La lectura de las obras de autores españoles y su posterior presencia física en aquellas tierras permitió una creciente comunicación, que potenciarían las corrientes migratorias y el desarrollo de asociaciones proespañolas en toda América. Un marco en el que la diplomacia oficial pudo desarrollarse con facilidad (6).
 
El estallido de la I Guerra Mundial propició un interesante debate nacional sobre el papel que España debía representar y puso a prueba la cohesión de la clase política española. Los sectores más conservadores manifestaron su simpatía por la causa de los imperios centrales, mientras que los más reformistas lo hicieron por el Reino Unido y Francia, representantes del parlamentarismo. Sin embargo, por encima de las afinidades ideológicas se impuso el rechazo colectivo a verse involucrados en asuntos continentales no considerados de interés nacional. Para la mayoría, lo importante era evitar que la Guerra afectase a la seguridad española y al equilibrio logrado en el área del Estrecho.
 
Mientras tanto, la situación del Protectorado se degradaba. La conjunción entre un sistema político en crisis y la impotencia del Ejército ante la resistencia nativa, con el Desastre de Annual como ejemplo máximo, llevaría en primera instancia al golpe de estado del general Primo de Rivera y, finalmente, a la proclamación de la República. Primo dudaba entre el abandono, con el descrédito internacional que ello implicaba, o un aumento de la actividad militar, que implicaría el envío de más soldados y el aumento de la presión popular en su contra. Trató primero de reducir la presencia efectiva sobre el territorio, pero sin éxito. Sólo tras el error de Abd el-Krim, al atacar al mismo tiempo a franceses y españoles, se produjo una acción concertada que hizo posible la pacificación del territorio. Sin embargo, para entonces la Monarquía estaba herida de muerte (7).
 
La II República y la Guerra Civil.
 
Si la II República supuso una quiebra en la historia nacional, no lo fue tanto en su política exterior. Las líneas maestras establecidas en los años de Alfonso XIII se mantuvieron. Los dirigentes republicanos reivindicaron el proyecto 'civilizador' de la política colonial española y encontraron en la Sociedad de Naciones el polo sobre el que proyectar sus ansias de un orden internacional más justo, sustentado sobre principios liberales. Sin embargo, la defensa de la neutralidad y de los intereses de seguridad llevó a la diplomacia española a buscar acuerdos y cesiones a costa del prestigio de la institución que se decía defender. De nuevo la conciencia de las propias limitaciones determinó la acción exterior española. Quede constancia del interés mostrado por las fuerzas reformistas en sacar adelante un sistema de seguridad internacional en torno a la Sociedad de Naciones y al consiguiente desarrollo del Derecho Internacional, de su conciencia de debilidad y de su falta de decisión a la hora de hacer efectivas sanciones a las potencias infractoras. Especial interés tuvo, visto en perspectiva, la asunción del carácter europeo de España como potencia de tamaño medio, consecuencia del debate sostenido en círculos intelectuales y políticos reformistas durante las primeras décadas del siglo, que entroncará, ya en sus últimas décadas, con la España democrática (8) .
 
El fracaso de la II República derivó en una Guerra Civil, que marcó la convivencia entre los españoles durante décadas. Con ella acabó también la esperanza de mantener a España fuera de los conflictos continentales. A partir de entonces, de una u otra forma, sería partícipe de sus vicisitudes.
 
Los generales golpistas buscaron la ayuda de las potencias nazi-fascistas, utilizando las relaciones establecidas por la derecha radical. Querían acabar con la experiencia republicana apoyándose en elementos de la derecha tradicional católica, pero también en los nuevos movimientos de tipo fascista. Con Alemania e Italia establecieron un concierto que iba más allá de la colaboración bélica. Compartían los objetivos de poner fin a la experiencia histórica del liberalismo, evitar el desarrollo del comunismo e implantar un nuevo orden autoritario y nacionalista.
 
Los republicanos por su parte trataron de hallar en las dos naciones tradicionalmente más próximas y símbolo del parlamentarismo europeo, el Reino Unido y Francia, el apoyo necesario. Ambas se encontraban en esas fechas ensayando una acción conjunta para evitar una nueva guerra en el continente. Era la denominada 'política de apaciguamiento', por la cual se disponían a realizar importantes concesiones al III Reich, que suponían gravísimas violaciones del Derecho Internacional, con tal de dar satisfacción al nacionalismo alemán. En este contexto la petición republicana representaba una invitación a abandonar una política de la que dependía su seguridad, además de situarles en el campo de batalla español frente a Alemania, con los riesgos que ello implicaba. Más aún, el gobierno conservador británico tenía dudas fundadas de que la España republicana fuera una democracia y una confianza, igualmente bien fundada, en que el triunfo del golpe de estado tendría positivas consecuencias para sus intereses en la Península. El resultado fue la creación del Comité de No Intervención, un mecanismo diplomático inserto en la política de apaciguamiento que tenía como fin salvar la imagen de franceses e ingleses en su abandono de la República. Ésta, necesitada de ayuda militar, acabó encontrándola en la Unión Soviética, en un ambiente de progresiva radicalización política (9).
 
El Franquismo.
 
 El fin de la Guerra Civil y el triunfo de la España Nacional coincidió con el inicio de la II Guerra Mundial. El éxito de la 'Guerra Relámpago', la caída de Francia y la impotencia del Reino Unido para hacer frente a la ocupación alemana de nuevos territorios llevó a parte de la clase dirigente española, con Franco a la cabeza, a considerar la entrada en el conflicto. Aunque las condiciones materiales eran penosas y el estado de las Fuerzas Armadas insuficiente, la confianza en un rápido fin de las hostilidades les animaba a incorporarse para así poder participar en la victoria final. El gobierno de Franco abandonó la neutralidad y pasó a una 'no-beligerancia' proEje, reforzada por un discurso político decididamente partidario del triunfo alemán y del fin de los regímenes liberal-parlamentarios. Durante el verano de 1940 Franco trató de convencer a Hitler de que concediera a España ayuda material, militar y parte de los territorios africanos franceses a cambio de la entrada en la guerra mediante la toma de Gibraltar. El fracaso de esta maniobra dejó a España vinculada a uno de los dos bandos, pero sin resolver la fecha de incorporación.
 
El paso dado por el gobierno franquista era expresión del creciente peso del sector falangista. Frente al 'decadente' sistema parlamentario, que había abocado a España a una sucesión de desastres y a una situación de sumisión en el orden internacional, la España renovada del 18 de Julio buscaba elevar la condición de la Patria, en un onírico entroncamiento con los Reyes Católicos y el Imperio. Con la entrada en la guerra se esperaba recuperar una posición de privilegio en Europa y una buena parte de las posesiones coloniales francesas, al tiempo que en Hispanoamérica se venía buscando una hegemonía ideológica y cultural capaz de hacer frente a la influencia norteamericana y liberal.
 
A la altura de 1940, Hitler quería que España entrara en la guerra, pero no estaba dispuesto a pagar el precio que Franco exigía. A partir de ese momento el régimen vivió bajo la doble amenaza de una invasión germana o aliada y sometido a presiones económicas que trataban de orientar su política. Los generales, en su mayoría contrarios a la entrada en la guerra, pedían un cambio de rumbo, que se fue haciendo más evidente tras la caída de Serrano Suñer pero que no logró desvincular al Régimen del Eje (10).
 
España perdió la guerra. A lo largo de 1945 distintos pronunciamientos de la Conferencia de San Francisco, el gobierno norteamericano, el gobierno británico y de los tres grandes en la cumbre de Potsdam establecieron que las relaciones con España quedarían limitadas y su entrada en la Organización de Naciones Unidas pospuesta hasta que el régimen del general Franco desapareciera, por el papel jugado por las potencias nazi-fascista en su establecimiento y por su colaboración con éstas durante el conflicto bélico. Se iniciaba así el aislamiento de España, que tendría su momento álgido en diciembre de 1946, con la aprobación de una resolución por la que Naciones Unidas recomendaba a sus miembros la retirada de embajadores. Era el resultado de las presiones de la Unión Soviética, los gobiernos de la Europa ocupada por el Ejército Rojo y los partidos de izquierda de Europa occidental.
 
Franco tuvo la inteligencia de comprender que el acuerdo entre norteamericanos y soviéticos no se podría mantener por mucho tiempo, y que entonces el férreo anticomunismo de su régimen se cotizaría al alza en el mercado estratégico. Mientras tanto concentró su labor en dos regiones esenciales para la diplomacia española: el Mundo Árabe y Latinoamérica.
 
El Magreb y su prolongación natural, el Mundo Árabe, recuperaban u obtenían su independencia en estas fechas. Apoyándose en los lazos históricos, en la denuncia de violación del principio de no intervención en asuntos internos de un estado soberano, al que eran muy sensibles por su propia historia y por su debilidad, y, sobre todo, al no reconocimiento del estado de Israel, Franco logró una importante conjunción a su favor en Naciones Unidas. Sin embargo, este apoyo descansaba en bases poco firmes. España era una potencia colonial y el respaldo en Naciones Unidas no podía suponer la aceptación de esa realidad. Franco parecía creer que sus buenas relaciones con los estados árabes y una actitud permisiva hacia los dirigentes nacionalistas marroquíes serían suficiente garantía para asegurar la presencia de España en el Protectorado. El error se hizo evidente cuando Francia optó por poner fin a su Protectorado, obligando a España a un rápido y humillante abandono. Posteriores crisis como la Guerra de Ifni o la Marcha Verde pondría de manifiesto los frágiles cimientos sobre los que el Régimen había edificado su política en la región (11).
 
América Latina, donde la diplomacia franquista había entrado con mal pié por su defensa de una Hispanidad en clave autoritaria y antinorteamericana, se mostró igualmente muy sensible al precedente creado con la 'cuestión española', de utilización de las Naciones Unidas por parte de las grandes potencias para intervenir en asuntos internos de otras naciones. Tras un giro radical, reconvirtiendo la Hispanidad en un programa cultural descafeinado de ideología antiliberal, y respaldado por una importante acción diplomática, se logró también un amplio apoyo de los representantes de esta región en Naciones Unidas. Sin embargo, el carácter dictatorial del Régimen, su colaboración con las potencias del Eje y el tono retórico de su discurso limitaron su capacidad de acción (12).
 
Si en 1947, apenas tres meses después de la resolución condenatoria a España, se declaró la Guerra Fría, fue en 1950, con el inicio de la Guerra de Corea cuando más cerca se sintió la posibilidad de un nuevo conflicto mundial. Fue entonces cuando Estados Unidos revisó su política hacia España, arrastrando parcialmente a las democracias occidentales en la anulación de la resolución, la vuelta de los embajadores, una más estrecha relación y el posterior ingreso en Naciones Unidas.
 
El fin del aislamiento, sin embargo, no dio paso a una relación normal. La España franquista quedó fuera de los organismos europeos con entidad política. Ni una parte de la ciudadanía europea lo hubiera aceptado ni hubiera sido útil para la causa atlántica en plena Guerra Fría. Frente a la amenaza soviética el bloque occidental necesitaba cohesionar sus sociedades en torno a unos principios inequívocamente democráticos. De haber caído en el mero anticomunismo conservador, las izquierdas se hubieran distanciado, minando la necesaria unidad. Por ello, España quedó fuera del Plan Marshall, de la Organización para el Tratado del Atlántico Norte y de la Comunidad Económica Europea.
 
En este contexto, y por razones estratégicas, en 1953 Estados Unidos firmó con España unos Acuerdos para el uso de bases militares. La iniciativa había sido española, tratando de demostrar así el compromiso de la potencia americana con el régimen, en paralelo al de la Santa Sede con la firma de un nuevo Concordato. Sin embargo, el coste fue muy alto. Los Acuerdos no eran un Tratado, porque el Senado norteamericano no estaba dispuesto a firmarlo con el régimen de Franco. No había cláusula de mutua defensa. A cambio de ayuda económica y militar España concedía el uso de bases y la posibilidad, de hecho, de almacenar armamento nuclear y de utilizarlo sin previo consentimiento. Nunca antes España había realizado cesiones de soberanía semejantes, fundadas además en razones de interés político partidista y, paradójicamente, con un discurso político ultranacionalista. Con los Acuerdos España se vinculaba definitivamente a los asuntos continentales, pero no en una perspectiva europea sino atlántica. Entraba a formar parte del dispositivo estratégico occidental, pero sin ninguna de las ventajas diplomáticas derivadas del hecho de ser miembro de la Alianza Atlántica o de la Comunidad. Durante décadas los Acuerdos supusieron para el servicio exterior y la clase política una permanente humillación, imposible de resolver ante el veto del general Franco a cualquier actuación que pudiera poner en peligro una relación esencial para la supervivencia de su régimen.

Superada la fase crítica del aislamiento y establecido el vínculo con Estados Unidos, la política exterior española se concentró en lograr la plena aceptación europea -terreno en el que sólo cosechó fracasos en el plano diplomático, aunque se obtuvieran importantes avances en el comercial-,y en conseguir la mayor presencia posible, mejorar sus relaciones económicas y profundizar sus lazos con América Latina y el Mundo Árabe. En términos generales, la diplomacia española dotó al régimen de Franco de una mejor y mayor presencia en todos estos escenarios, pero sin superar nunca el relativo ostracismo al que venía siendo sometido por el papel jugado durante la II Guerra Mundial.
 
Fueron aquellos años determinantes para la configuración del Cuerpo Diplomático y del Ministerio de Asuntos Exteriores. Durante la Monarquía de Alfonso XIII el servicio exterior había tenido unas dimensiones muy reducidas, acordes con la actividad a desempeñar. La República y la Guerra habían marcado al conjunto de los cuerpos de la Administración, que sufrieron sucesivamente una profunda politización seguida de depuraciones. Tras el final del conflicto, el Cuerpo Diplomático había quedado reducido a un grupo de simpatizantes de la causa vencedora, aunque no siempre de los intereses del propio Franco, con limitada experiencia real en asuntos internacionales. En los años siguientes se fueron incorporando jóvenes recién salidos de las universidades, que desarrollarían su actividad profesional en un ambiente adverso y con una tarea ingente por delante. Fue el inicio de una etapa nueva en la historia del servicio exterior español, marcada por un mayor sentido profesional, más competencia y el reto de lograr una plena inserción de España en Europa.
 
La sociedad española vivió con intensidad el humillante rechazo por parte de la Europa democrática y desarrollada. Este desprecio, unido al atraso económico y social, al fenómeno de la emigración y a otros elementos propios de la política interior acabó generando un complejo de inferioridad colectivo muy patente en los últimos años del régimen de Franco. Los Acuerdos con Estados Unidos incidieron negativamente en este proceso, pues fueron entendidos como una pobre alternativa a la inclusión en las instituciones occidentales y sólo para aquello que era de más interés para la gran potencia americana. Eran un símbolo de la humillación del régimen y del rechazo europeo.
 
Si la tradición diplomática española se orientaba al rechazo a verse involucrada en los asuntos continentales, lo ocurrido desde la Guerra Civil generaba sentimientos contradictorios. Por una parte se deseaba el pleno reconocimiento e incorporación a las instituciones europeas. Por otra se añoraba la posibilidad de volver a una situación en la que España pudiera concentrase en sus dos vocaciones: el Magreb y América Latina. En el plano político estos sentimientos encontrados dieron paso a la formulación de programas alternativos al representado por la comunidad atlántica. Tanto Castiella, desde el franquismo, como los nuevos dirigentes socialistas y comunistas, reivindicaron una mayor autonomía respecto a la política norteamericana y un papel más relevante en América Latina y el Mundo Árabe. Sin embargo, la realidad europea se imponía. La participación en el proceso de construcción europea era, para todos ellos, el objetivo primero y fundamental de la política exterior española y, en la medida en que sus principales participantes formaban parte de la Alianza Atlántica y asumían sus principios, la opción europea pasaba por una sólida alianza con Estados Unidos (13).
 
Transición y consolidación democrática.
 
Por su reconocimiento de la importancia histórica del proceso de unificación europea, las formaciones políticas españolas presentes en los años de la Transición coincidían en el deseo de un pronto ingreso de España. Este acuerdo está en la base de la citada Transición e implica elementos de variada condición. Con la entrada en la Comunidad Europea se quería poner fin al limitado ostracismo y al complejo de inferioridad colectivo consiguiente. Se deseaba anclar la nueva democracia, a buen recaudo de todo tipo de tempestades interiores. Se buscaba también garantizar el desarrollo económico y la paz social. Europa representaba el proyecto de futuro que los españoles ansiaban. 'España es el problema, Europa la solución'. Pero su asunción implicaba superar algunos prejuicios y contradicciones.
 
En primer lugar, asumir la plena europeidad de España y no sólo desde una perspectiva egoísta. España se incorporaría para resolver problemas nacionales antiguos y dolorosos pero, sobre todo, para asumir un destino común con un conjunto de estados unidos por una historia y una civilización. Habría que aceptar una parte de protagonismo en un proceso complejo para avanzar en tamaño e integración y ello requería una nueva mentalidad, distante de la que había prevalecido durante los años de Franco. El continente pasaba a ser el escenario primero y principal de nuestra acción exterior y los principios democráticos a informar el conjunto de nuestra diplomacia. España era Europa y sólo se podía comprender a sí misma desde esa condición.
 
En segundo lugar, el problema de la defensa y de la relación con Estados Unidos. Europa carecía de medios y, sobre todo, de capacidad de decisión para hacer frente a la amenaza soviética. Había logrado, no sin dificultad, el compromiso norteamericano con la defensa del Viejo Continente mediante la creación de la Alianza Atlántica. La España democrática debía ahora asumir la necesidad de esa defensa colectiva, superando prejuicios gestados durante el franquismo, y disolver en ella la humillante relación bilateral con Estados Unidos. El proceso resultó complejo, en especial por graves errores cometidos al utilizar estos prejuicios en política interior por interés partidista. Se perdieron años y energías para concluir en la plena integración de España en la Alianza Atlántica y en la subordinación de la relación bilateral con Estados Unidos al vínculo atlántico (14).
 
El ingreso en la Comunidad Europea resultó largo y complejo, con un proceso negociador objeto de fuerte debate político. Superada la fase previa y ya plenamente integrada, la diplomacia española se caracterizó por aportar pocas ideas, sumarse al eje París-Berlín y tratar de defender los intereses nacionales. La consecución de los fondos de compensación, que tienen como objeto salvar las distancias entre los más desarrollados y los menos, es muy representativa de su situación: bien relacionada para negociar, pero en el pelotón de los necesitados de ayuda. Con la apertura al Este, inevitable tras la caída del Muro de Berlín, resultará muy difícil mantener los niveles de ayuda, que, por otra parte, suponen un obstáculo para representar un papel más relevante en la política europea. Pero la presencia de España en Europa tiene también consecuencias en otras áreas de actividad. Sus relaciones con Estados Unidos, América Latina y el Mundo Árabe cobran otra dimensión, al estar afectadas por su condición de estado miembro de la Unión Europea, en especial desde la creación de la Política Exterior y de Seguridad Común (15).
 
Las relaciones con Estados Unidos y con la Alianza Atlántica, dos temas intrínsecamente unidos en la perspectiva política nacional, han sido las más difíciles y tensas del conjunto de la acción exterior española. Por una parte se quería superar el vínculo heredado del Franquismo, por lo que los Acuerdos fueron elevados al rango de Tratado. Pero quedaba por resolver lo fundamental, el ingreso en la Alianza Atlántica. La relación bilateral era parte del dispositivo de seguridad occidental, por lo que España debía aspirar a tener voz y voto en su seno. Sin embargo, para las formaciones de izquierda la Alianza tenía un carácter militarista y pronorteamericano que rechazaban, por lo que optaban, paradójicamente, por defender el mantenimiento del vínculo bilateral pero fuera de la Alianza. Los acontecimientos se desarrollaron de forma zigzageante. El gobierno Calvo-Sotelo solicitó y obtuvo el ingreso. El gobierno González negoció unos acuerdos de integración restrictivos, por los que España entraba en la denominada estructura civil, pero no en la militar, aunque se aseguraba la correcta coordinación de las fuerzas. El gobierno Aznar, aprovechando la reorganización de la estructura de mandos de la Alianza, resolvió la plena integración. Desde su ingreso en 1982, la relación bilateral se modificó sustancialmente. El marco jurídico de referencia pasó a ser el Tratado de Washington, acta fundacional de la Alianza Atlántica. La relación sería entre dos aliados de una organización de defensa colectiva. En adelante ya no habría tratados bilaterales, sino convenios, para subrayar su carácter subordinado (16).
 
Una España europea y democrática pudo por fin replantearse sus relaciones con América Latina. El franquismo había acumulado fracasos en este terreno por partir de bases irreales. Tras la aprobación de la Constitución y el ingreso en la Comunidad Europea se pudo reorientar la relación con América Latina en clave de normalidad. Se partía del reconocimiento común de la existencia de una comunidad de pueblos latinoamericanos, que compartían lengua, cultura y valores, que en pie de igualdad afrontaban el futuro. Quedaban atrás paternalismos y prejuicios ideológicos. El reto fundamental sería definir el papel de España en el proceso de modernización económico y social de América Latina, mediante su intervención en la Unión Europea, defendiendo fondos de ayuda o políticas en favor de la emigración, o a través de la acción directa, apoyando procesos democratizadores, por concesión de créditos a la exportación o por inversión de empresas nacionales en aquella región. El resultado ha sido una preeminencia de la acción empresarial privada, que ha encontrado en América Latina un mercado apropiado a sus condiciones, menos competitivo que el europeo aunque mucho más volátil, donde poder realizar una inversión en sectores estratégicos con perspectiva en el largo plazo. Donde fracasó el Estado triunfó la sociedad, estableciendo importantes vínculos culturales y económicos (17).
 
Las relaciones con el Mundo Árabe han continuado desarrollándose con normalidad, manteniendo España su compromiso con la defensa de sus grandes causas, en especial la del pueblo palestino, y aumentando su presencia. El hecho más significativo en este proceso ha sido el establecimiento de relaciones con el estado de Israel, por lo que suponía de reencuentro con el mundo hebreo y por las previsibles susceptibilidades que el hecho produciría entre los estados árabes. España viene jugando un destacado papel en los foros que desde la Unión Europea y la Alianza Atlántica se vienen promoviendo para mejorar las relaciones económicas y la seguridad en la región. Como viene siendo tradicional, la evolución del Magreb ocupa especialmente la atención española, por sus evidentes condicionamientos estratégicos (18).
 
Cien años intensos de política exterior, con éxitos y fracasos, que se cierran con la llegada de un nuevo siglo en el que la agenda internacional de España tiene elementos de continuidad, como son su vocación americana y su interés por el Magreb, y otros que no lo son tanto, como su plena inserción en los asuntos europeos y atlánticos. El siglo se cierra respondiendo positivamente a las propuestas reformistas enunciadas en las primeras décadas: la solución de los problemas de identidad, civilización y desarrollo están en Europa y el reto primero y fundamental de la diplomacia española es la construcción europea.
 

Notas
 
(1) Una versión reducida de este texto aparecerá en el Catálogo de la exposición 'Las claves del siglo XX', organizada por la Sociedad Estatal España Nuevo Milenio en la ciudad de Valencia, en Diciembre de 2000.
(2) JOVER ZAMORA, José María 'La percepción española de los conflictos europeos: notas históricas para su entendimiento' en JOVER ZAMORA, José María España en la Política Internacional. Siglos XVIII-XX. Marcial Pons. Madrid, 1999. Pág. 229.
(3) Para una revisión reciente del tema ver ELIZALDE, Dolores 'Política exterior y política colonial de Antonio Canovas. Dos aspectos de una misma cuestión' en TUSELL, Javier y PORTERO, Florentino eds. Antonio Cánovas y el sistema político de la Restauración Biblioteca Nueva. Madrid, 1998. Págs. 211 a 288.
(4) ORTEGA Y GASSET, José 'La pedagogía social como programa político' (Conferencia pronunciada en la Sociedad 'El Sitio' de Bilbao, el 12 de marzo de 1910) en Obras Completas Revista de Occidente. Madrid. Tomo I. Pág. 520.
(5) CACHO VIU, Vicente Repensar el 98 Bibloteca Nueva. Madrid. 1997. 175 págs. CACHO VIU, Vicente El nacionalismo catalán como factor de modernización Quaderns Crema & Publicaciones de la Residencia de Estudiantes. Barcelona. 1998. 235 págs. CACHO VIU, Vicente Los intelectuales y la política. Perfil público de Ortega y Gasset Biblioteca Nueva. Madrid. 2000. 222 págs.
(6) Un análisis general en SEPÚLVEDA, Isidro Comunidad cultural e Hispano-americanismo, 1885-1936 UNED, Madrid, 1995. 331 págs.
(7) Para una revisión reciente, leer SUEIRO SEOANE, Susana 'Spanish Colonialism during Primo de Rivera's Dictatorship' en REIN, Raanan ed. Spain and the Mediterranean since 1898 Frank Cass. London, 1999. Págs. 48 a 59.
(8) Una revisión reciente en SAZ, Ismael 'The Second Republic in the international arena' en BALFOUR, Sebastián & PRESTON, Paul Spain and the Great Powers in the Twentieth Century Routledge. London, 1999. Págs.73 a 95.
(9) Sobre este tema la bibliografía es muy extensa. Entre las obras más recientes destacan por su carácter sintético los capítulos correspondientes en TUSELL, Javier, AVILÉS, Juan y PARDO, Rosa eds. La política exterior española en el siglo XX. Ed. Biblioteca Nueva. Madrid, 2000. El libro recoge las ponencias revisadas presentadas al Congreso Internacional 'La política exterior de España en el siglo XX', Madrid, 1997. Igualmente ver textos correspondientes. BALFOUR & PRESTON Spain and the Great Powers ...
(10)La revisión de la historia de la política exterior durante la II Guerra Mundial se inició con los pioneros trabajos de Antonio Marquina, publicados en prensa periódica. Posteriormente han sido muchas las obras aparecidas. De entre ellas siguen destacando PRESTON, Paul Franco. A Biography HarperCollins. London, 1993. 1.002 págs. Y TUSELL, Javier Franco, España y la II Guerra Mundial. Entre el Eje y la neutralidad. Ed. Temas de Hoy. Madrid, 1995. 709 págs.
(11) Siguen siendo de consulta obligada las obras de ALGORA WEBER, María Dolores Las relaciones hispano-árabes durante el régimen de Franco: la ruptura del aislamiento internacional (1946-1950). Ministerio de Asuntos Exteriores. Madrid, 1995. 330 págs. y REIN, Raanan Franco, Israel y los judíos CSIC, Madrid, 1996, 348 págs. Para una revisión reciente consultar REIN, Raanan 'In pursuit of Votes and Economic Treaties: Francoist Spain and the Arab World' en REIN ed. Spain and the Mediterranean... Págs. 195 a 215.
(12) Siguen siendo de consulta obligada las obras de DELGADO GÓMEZ-ESCALONILLA, Lorenzo Diplomacia franquista y política cultural hacia Iberoamérica (1939-1953) CSIC, Madrid, 1988. 294 págs.; PARDO, Rosa ¡Con Franco hacia el Imperio! La política exterior española en América Latina, 1939-1945 UNED, Madrid, 1995, 365 págs. Para las últimas décadas del franquismo ver ENRICH, Silvia Historia diplomática entre España e Iberoamérica en el contexto de las relaciones internacionales (1955-1985) Ediciones de Cultura Hispánica. Madrid, 1989. 348 págs. Una revisión general de las relaciones culturales en PÉREZ HERRERO, Pedro & TABANERA, Nuria eds. España-América Latina: un siglo de políticas culturales. Madrid, 1993. 256 págs.
(13) Para una revisión reciente de la política exterior de la España de Franco a partir de 1945 ver los capítulos correspondientes de TUSELL & AVILÉS & PARDO eds. La política exterior ...
(14) Dos revisiones recientes sobre la política exterior española posterior a 1975 ver POWELL, Charles T. 'Cambio de régimen y política exterior: España, 1975-1989' en TUSELL & AVILÉS & PARDO eds. La política exterior ... Págs. 413 a 453 y VIÑAS, Ángel 'Breaking the shackles from the past: Spanish foreign policy from Franco to Felipe González' en BALFOUR & PRESTON Spain and the Great Powers ... Págs. 245 a 267.
(15) Para la política europea de la España democrática ver BARBÉ, Esther La política europea de España Ariel. Barcelona, 1999. 221 págs.
(16) Entre las revisiones más recientes de la política de seguridad española ver RODRIGO, Fernando 'La inserción de España en la política de seguridad occidental' en GILLESPIE, Richard & RODRIGO, Fernando & STORY, Jonathan Las relaciones exteriores de la España democrática Alianza. Madrid, 1996, págs. 233 a 253; PORTERO, Florentino 'La política de seguridad' en TUSELL & AVILÉS & PARDO eds. La política exterior ... Págs. 473 a 510.
(17) De entre la naciente bibliografía sobre el tema destacan el ya citado libro de PÉREZ HERRERO & TABANERA eds. España-América Latina...; ARENAL, Celestino La política exterior de España hacia Iberoamérica. Editorial Complutense. Madrid, 1994, 299 págs. Un reciente análisis de las políticas de cooperación en GONZÁLEZ CALLEJA, Eduardo 'Cooperación en democracia: la ayuda al desarrollo de los gobiernos españoles hacia Latinoamérica, 1976-1992' en Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe. Vol. 11 (Enero-junio, 2000) nº 1 págs. 65 a 88.
(18) Para un análisis de la política española hacia el Mundo Árabe ver TOBIAS, Alfred 'Spain's Input in Shaping the EU's Mediterranean Policies, 1986-96' en REIN ed. Spain and the Mediterranean…Págs. 216 a 234; GILLESPIE, Richard Spain and the Mediterranean. Developing European Policy towards the South Macmillan, London, 2000, 226 pág.