Mariano Rajoy y el fin de la Historia

por Rafael L. Bardají y Óscar Elía Mañú, 31 de mayo de 2018

Cuando Francis Fukuyama publicó en 1989 su conocido The end of History?, todo el mundo se le echó encima. La Historia, lejos de acabarse, se vengaba con su manera más cruel: invasiones, guerras civiles, éxodos masivos y todo tipo de atrocidades desmentían a nuestro hombre. Pero hete aquí que, casi treinta años más tarde, en 2018, estamos tentados de darle la razón: la Historia se ha acabado. Para Mariano Rajoy, sin ninguna duda; seguramente también para Pedro Sánchez; y, lo más importante, entre unos y otros han puesto punto final a la historia del régimen del 78. Pese al guirigay político, hoy no nos encontramos solamente ante el final de un Gobierno noqueado y débil: estamos ante el final de todo un régimen, de un estado de cosas. Pensar que estamos sólo ante un cambio de hegemonía parlamentaria implica cortedad de miras: ¿alguien piensa que el relevo del PP por Ciudadanos cambiará sustancialmente las cosas?, ¿que supondrá un giro en la deriva política y social española? Los que viven de la política, quizá. Por eso hay aquí dos opciones: primera, continuar; y segunda, apostar no por un simple recambio de caras, de presidente y de Gobierno, sino por un nuevo contrato social y político, una nueva fase, un cambio de régimen, como uno de esos de los que tanto gusta hablar cuando se refieren a remotos países.

Sí, un cambio de régimen, pero para nuestra casa.

Los males del 78. Hasta aquí hemos llegado

Con una Constitución democrática en las manos, los españoles creíamos estrenar libertad y modernidad. Por fin podríamos ser como los demás europeos, libres para opinar, libres para votar, libres para besar. Y, ciertamente, cuarenta años después en España vivimos instalados en la sociedad permisiva, donde todos los placeres son no sólo permitidos, sino impulsados por las élites políticas. Pero, más allá de eso, lo que hemos tardado en digerir es que nuestra ansiada democracia esconde, en realidad, una partitocracia: un sistema en el cual todo gira en torno al papel y la importancia de los partidos políticos. La Constitución se adecuó a ellos, en vez de ellos a la Constitución. Ni la división de poderes quedó verdaderamente garantizada por nuestra Ley Fundamental, ni se creó espacio para una sociedad civil digna de tal nombre.

Sin contrapeso alguno, los partidos políticos han ido expandiéndose desde entonces sin control, solidificando su centralidad en la vida española y subordinando cualquier otra cosa a sus intereses. Como veníamos de décadas sin pluralidad de partidos, los españoles aceptamos que todo pasase por los partidos y los sindicatos, sin apenas reaccionar. Todo cuanto se ha hecho en la España post-78 en reforma institucional ha ido siempre en la dirección de reforzar al partido político sobre todas las cosas. El resultado es que hoy los partidos han extendido de tal manera sus tentáculos por la vida social española que han acabado por convertirla en un instrumento para su propio servicio.

Estamos tentados de afirmar que los partidos políticos son la mutación contemporánea del tradicional caciquismo ibérico: en los grandes negocios, en los medios de comunicación, en el mundo de la cultura sólo se prospera a la sombra del partido, que es quien rige los destinos de todos los que dependen de él… alimentándolos con dinero público, legal o ilegalmente. Los intereses de los partidos se mezclan con los nacionales, con los locales, con los culturales o con los agrícolas. Y no sólo eso: los intereses de cada partido se han ido construyendo sobre los intereses del otro, cruzándose, mezclándose, mutando. La transición de la UCD al PSOE de González, el cambio al PP de Aznar, el contraataque del socialismo radical de Zapatero y la arribada de un pusilánime PP bajo Mariano Rajoy ha generado en estas cuatro décadas una maraña de relaciones e intereses cruzados difícil de desmadejar; que se suman a la trama periférica de los partidos nacionalistas, que han convertido el País Vasco y Cataluña en un gran cortijo caciquil perfectamente imbricado en el cortijo nacional.

La consecuencia es que, a través de los partidos políticos y del uso de fondos públicos, hoy el Estado tiene un peso sobre la sociedad que no tenía ni durante el franquismo: nunca los políticos han tenido tanta capacidad de entrometerse en la vida de la sociedad y de los ciudadanos.

Si no hubiera sido por la aguda crisis económica de los últimos años, el peculiar régimen del 78 hubiera seguido funcionando sin demasiados problemas. Pero la crisis y la forma de atajarla no sólo han exacerbado las tensiones internas entre los partidos, sino que han abierto una brecha evidente entre los dirigentes y los contribuyentes. La corrupción, más que generalizada, parece estructural: demuestra que la política en los partidos tiende a llevar a un estado febril de impunidad en el que todo vale, desde la financiación del propio partido hasta el lucro personal de sus miembros. Los partidos y sus cuadros encuentran siempre vías para aprovecharse. Así, vivimos instalados en una imagen en la que unos pocos, en nombre del bien público, se bunquerizan en sus privilegios, mientras que otros muchos tienen que bregar con las miserias del día a día. Da igual que haya más ricos. También hay menos clase media digna de tal nombre.

La España de las autonomías, lejos de cumplir con su objetivo inicial, normalizar al País Vasco y Cataluña y vertebrarlas en el resto de España, ha tenido dos efectos enloquecedores: en primer lugar, sumar a la actitud egoísta al resto de comunidades autónomas, que nunca antes habían demandado tener fronteras propias, y que ahora son pequeñas taifas nacionalistizadas; en segundo lugar, el autogobierno de vascos y catalanes ha desembocado en la inestabilidad continua en ambas regiones, extendida además a Valencia, Navarra y Baleares. Pero al sistema de partidos no parece importarle la hipostatización autonómica: todo se traduce en la posibilidad de contar con más cargos públicos. ¿Cómo no va a ser España el país con más políticos por habitante de toda la UE? Durante estos cuarente años, lo que se cocía a nivel nacional se multiplicaba exponencialmente en cada nivel inferior, conforme éste se iba creando. De hecho, ayuntamientos y comunidades han sido incubadoras y motores de buena parte de la corrupción.

El acelerador del fatal desenlace

La vieja política de la nueva democracia se ha visto rota por dos factores: el primero es el ya mencionado distanciamiento creciente de las elites respecto a los contribuyentes, lo que se ha traducido en una caída vertiginosa de su credibilidad y legitimidad: ni un solo líder político aprueba en el barómetro del CIS. Ni siquiera pasan del cuatro. Ciertamente, el neobolchevismo de Podemos ha frenado su ascenso, bien que no por el Gobierno de Rajoy, sino pese a él: incluso la estrategia de alimentar a Pablo Iglesias para alimentar el voto del miedo del electorado conservador ha llegado a su fin.

El segundo factor es la ausencia de partidos con verdaderas propuestas de cambio. Sin propuestas, los partidos se refugian en el atrincheramiento político e ideológico; y éste en la polarización. Además, sin liderazgo y sin ideas, los partidos son prisioneros del auge de las nuevas tecnologías y su impacto en las redes sociales: no es un fenómeno únicamente español, pero eso no es mucho consuelo. Mucho se habla ahora de las fake news, lo que siempre hemos llamado bulos en español. Pero mucho más se debería hablar sobre la estrechez de miras y el atrincheramiento que produce el hecho de estar expuesto a servidores embarcados en manipular y manufacturar lo que ve, lee, compra y con quién interactúa. El pensamiento no se unifica del todo, pero se segrega por grupos de afines. Uno se expone a lo que le reafirma, no a lo que le hace dudar. Es la obediencia ciega de los militantes de un partido a sus líderes, solo que ahora a escala general.

Una sociedad polarizada provoca que el sistema político no sólo se entienda como una campaña bélica, con vencidos y vencedores, sino que justifica el expolio del botín: el poder, los recursos, los puestos en la Administración. Y la exclusión de los adversarios en un ciclo sin fin, más o menos abrupto según los Gobiernos.

Mikel Buesa se preguntaba en su último artículo "a quién favorecen unas nuevas elecciones". Y su respuesta era contundente: a ninguno de los cuatro partidos nacionales. Y aunque estamos de acuerdo con su análisis, creemos que se equivoca en el fondo. De hecho, nosotros estamos tentados de decir lo contrario: si no favorece a ningún partido, puede que sea muy buena cosa. Que no favorezca a los partidos mayoritarios no significa que no favorezca al conjunto de la sociedad española, a los españoles, ciudadanos y contribuyentes. Por una sencilla razón: la única esperanza que nos queda para enfrentarnos con una mínima esperanza de éxito a nuestros retos nacionales es poner punto y final a la partitocracia consagrada en el 78 y que ha llegado a paralizar la vida social de la nación.

Es hora de sustituir a los políticos por la política.

¿Qué hacer?

El único camino de regeneración pasa indiscutiblemente por unas elecciones generales. Eso sí, no unas elecciones más que sirvan para dignificar el final de Mariano Rajoy y de su PP, o para que encumbre a un sustituto que no se atreva a afrontar el origen de nuestros males. Lo que España exige hoy son unas elecciones donde se presenten a los españoles alternativas y las soluciones de verdad a un régimen partitocrático que, si no está todavía finiquitado, debería estarlo. Estamos demasiado acostumbrados a que las elecciones en España sean una mezcla a partes iguales de superficialidad ideológica, campañas de imagen y cálculos partidistas. Todo ello sobre un consenso partidista que asfixia la entrada de nuevas ideas en la vida política. Nosotros creemos que esta entrada de ideas es necesaria, y por eso ponemos sobre la mesa nuestro décalogo.

1) En primer lugar, es necesaria una reforma de la Ley de Partidos, que por fin suprima todas las ayudas públicas a los mismos, a sus fundaciones e instituciones aledañas, desde sindicatos a patronales. Y lo mismo en relación a sindicatos, ONG y el resto de organismos que viven del dinero público a la sombra de los partidos: quien quiera un partido, un sindicato o una ONG, que se la pague con su dinero.

2) De igual manera, no se puede seguir cerrando los ojos a la necesidad de una reforma de la Ley Electoral, que termine con la sobrerrepresentación de partidos cuya razón de ser es acabar con España. Los partidos llamados nacionalistas, como los regionalistas o locales, pueden tener representación en el Senado, convertido en Cámara territorial, que es para lo que nació. A su vez, ¿qué nación que se respete permite que se le ataque desde dentro? Hay que abrir el debate sobre la ilegalización de aquellas fuerzas separatistas anticonstitucionales.

3) ¿Qué hay de la reforma de la Justicia? Nadie en España se cree hoy que sea independiente. Sus órganos deben ser elegidos por los miembros de la carrera y no sometidos a los repartos de los partidos políticos; a su vez, parece una broma de mal gusto que el juez imparcial se adscriba a una asociación conservadora o progresista. Una Justicia independiente sólo puede constituirse desde la prohibición de la asociación gremial o política de sus miembros.

4) Parece así mismo evidente la necesidad de una reforma del modelo territorial. Hoy las taifas autonómicas están literalmente desangrando las arcas públicas: policías, defensores del pueblo, tribunales de cuentas, televisiones autonómicas, organismos y organismos de todo tipo pagados con el dinero del contribuyente. Y lo que es peor: la duplicidad de competencias está ya redundando en peores servicios para el ciudadano, como se oberva en sanidad y educación, por ejemplo. La eliminación de las autonomías y la recuperación de todas las competencias por el Estado parece algo de sentido común.

5) Todo ello es posible por la angustia fiscal que padecemos. Es necesaria una reforma fiscal de verdad, con reducción de impuestos e instauración de una flat tax de manera inmediata que alivie a empresas y familias. Además, ¿cómo no eliminar por fin el injusto Impuesto de Sucesiones, que roba a los hijos el dinero de los padres? A más dinero en manos de los partidos y los políticos, mayor intromisión del Estado en la vida de las familias. ¿Cómo no va a ser necesario desactivar este chantaje fiscal?

6) Todo lo anterior nos lleva a la necesidad de una auténtica reforma de la educación. Es trágico que cada reforma educativa que emprenden nuestros partidos deje a la educación peor parada. Hoy en día, la educación básica crea analfabetos funcionales, niños perpetuos sin responsabilidad ni madurez. Todo para desesperación de los padres, al menos de aquellos que aún ven el problema. Pues bien: hay que recuperar la potestad de éstos: hay que implantar el cheque escolar para la libre elección de los centros.

7) Es necesario además un decidido programa de choque contra la inmigración ilegal. España no se merece la política de puertas abiertas; y no se la merece porque tarde o temprano pasará factura. Un país que se respeta a sí mismo valora a quien cruza sus fronteras. Por eso es necesaria una política migratoria selectiva, por cuotas, por mérito y de acuerdo a las necesidades del mercado y al entorno social español. Lo que pasa por la expulsión inmediata de aquellos inmigrantes que vulneren la ley, al entrar en el país o al vivir en él.

8) Hablando de leyes: sorprende la falta de respeto a la autoridad y a la legislación. Es necesario el endurecimiento de las penas para determinados delitos, desde la violación hasta el asesinato. Acabar con la reducción de eximentes por embriaguez, estupefacientes, edad o incluso origen social. Es necesario modificar el Código Penal, para endurecerlo y acabar con el penoso espectáculo de penas ridículas para delitos graves, o delincuentes peligrosos aprovechándose del sistema penitenciario. Hay que otorgar más autoridad a policías y guardias civiles.

9) Uno de los principales argumentos de los partidos políticos es el europeo: sería Bruselas quien ordenase desde soltar a etarras a prohibir las botellas de aceite de oliva o multar por circular por el centro de Madrid. Recuperar soberanía, cuando la deriva comunitaria es la que es, parece de sentido común. Hay países europeos que se revuelven contra la burocracia franco-alemana: ¿para cuándo un programa de reforma de la instituciones y políticas de la UE? Nuestros partidos son rehenes del europeísmo: están más dispuestos a discutir instituciones históricas como las provincias pero no el Parlamento Europeo, del que tantos beneficios obtienten. Además, ¿para cuándo cuestionar el peligroso sistema de Schengen?

10) Además es necesario combatir al enemigo silencioso de España: la despoblación. Es necesaria la dopción de incentivos reales a la natalidad. La práctica totalidad de nuestro espectro parlamentario está embarcada en la imposición de leyes LGTBI, en la promoción del aborto e incluso de la eutanasia. Pero ninguna de promoción de la natalidad y de protección de la familia en la que ésta tiene sentido.

En fin, hay muchas más medidas que se podrían avanzar, de las más generales a las más concretas. A nuestros lectores se les ocurrirán muchas. En cualquier caso, es la filosofía lo que hay que tener claro: es neceario acabar con la centralidad de los partidos políticos como única vía para poner fin a la actual partitocracia. Es la sociedad, son los españoles quienes debieran tomar las riendas de su destino y no estar permanentemente a la sombra del poder de los partidos, con la única esperanza de esconderse de ellos o de buscar medrar gracias a ellos.

Con toda seguridad, ni el PP, con o sin Rajoy, ni el PSOE, con o sin Sánchez, ni Ciudadanos se plantean una reforma integral de un régimen que ha llegado a su final. De Podemos sólo cabe esperar justo lo opuesto: más opresión, más tiranía, más pobreza. Nosotros confiamos en los ciudadanos, que son en todo caso quienes deben decidir a dónde quieren ir. Y creemos que, como afirma Weaver, las ideas tienen consecuencias, buenas y malas: hay que retomar la bandera de la legitimidad, de la soberanía nacional, de la libertad individual, del orgullo de ser español, de la responsabilidad de nuestras decisiones y actos, del esfuerzo, la perseverancia. Quizá, sí, el régimen del 78 nos hizo más libres para insultar, robar, corromper, corrompernos y escaquearnos. Justo lo opuesto a lo que es una auténtica democracia, que exige ciertos hábitos y virtudes. Ha llegado la hora de acabar con él. Por el bien de todos, menos de los partidos del régimen.