Patas arriba

por Rafael L. Bardají, 4 de noviembre de 2022

En un país (si no un mundo) patas arriba no es de extrañar que lo blanco sea negro y lo negro haya pasado a ser blanco. Ni que los líderes políticos quieran ser lo que no son y permitan a sus asesores y  speech writers que les pongan en el brete de confundir la poesía Blas de Otero con la de Gil de Biedma (en el caso de Pedro Sánchez) o el título de una obra de Orwell con el año que la escribió (1984 y Núñez Feijoó). 

 

En un país donde lo que parece importante es eso de “dominar el relato”, la política se concibe como una semántica donde se juega con las palabras y los significados. Así la izquierda tiránica pasa a ser los adalides de la libertad, los anticonstitucionalistas, los defensores de la Carta Magna, y los demócratas y liberales, los fascistas y retrógrados. Quien piense que este juego perverso es normal, que piense en la glorificación del terrorismo y la humillación a las víctimas a las que somete este gobierno sin alma ni humanidad.

 

Desgraciadamente no es un problema exclusivo de la izquierda, me temo. Cuando yo era joven me enseñaron que la política era el arte o la ciencia de hacer posible lo deseable para el bien común, por los intereses nacionales y sus ciudadanos y en la medida de lo posible, por La Paz mundial. El desarrollo de la política estaba en las manos de los políticos, sus guardianes y ejecutores, así como la Iglesia lo estaba en sus sacerdotes. Pero cuando miro la España actual no veo esa definición, al contrario. Aquí la política se ha invertido. Es lo que hacen los políticos. Y en un sistema donde se les ha permitido medrar socialmente, enriquecerse económicamente y disfrutar de numerosas prebendas, al final lo que los políticos hacen es mirar por sus propios intereses. Eso explica que todos cuantos se acercan al mundo político criticando la casta, acaba por hacerse casta también. Coches oficiales, falcon, bonos para taxis, dietas, recibimientos, asesores y pelotas garantizados, un sueldo decente y pocos gastos… el juego es qué casta reemplaza a la que está en un momento dado detentando el poder.

 

Suele decirse que los españoles somos demasiado individualistas, desentendidos de la política y bastante sumisos al poder. Y se trae a colación la pasividad conque hemos aceptado medidas ilegales para combatir más que dudosamente la pandemia del coronavirus. Los sociólogos nos explicarían el por qué de esa pasividad y sumisión. Pero la ausencia de una sociedad civil organizada en asociaciones, movilizada en grupos de interés o simplemente curiosa y controladora de en qué se va su dinero en forma de significativos impuestos, se debe en gran medida al diseño institucional que los políticos españoles hicieron durante la transición. Para ellos lo importante era garantizar la centralidad de los partidos políticos que representaban y a través de los que se instalaban en el poder. Y junto a los partidos, toda la plétora de organismos que les son satélites, sindicatos, fundaciones…

 

La partitocracia tiene de malo que mata cualquier intento de la sociedad por escapar de los partidos políticos. El arma empleada con mayor eficacia suelen ser los presupuestos públicos, de los cuales ingentes cantidades  se destinan a contentar “a los nuestros” y a callar “a los otros”, pero muy poco por no decir nada a impulsar una sociedad libre y vigorosa. Aún peor, la partitocracia en España ha ido mucho más allá de la de nuestros vecinos con su desmedida ambición de dominar no sólo a la sociedad sino a todas las instituciones públicas. Conviene recordar que fue Alfonso Guerra quien dijo que había acabado con Montesquieu gracias a la merma de la separación de poderes. Y ahora vemos muy claramente lo que significa la politización del poder judicial, eufemismo que esconde el reparto partidista de sus órganos de gobierno. También conviene recordar que fue la vicepresidenta Soraya Sainz de Santamaría quien jugó a su antojo y para catapultar su imagen con los medios de comunicación, salvando de la ruina a quienes fueran generosos con ella y privando, así, a los españoles, de la libertad que se le supone a la información. Pedro Sánchez ha llevado a su máxima expresión la dependencia de los grandes medios del dinero público, ahondando en su sumisión. Y sin cuarto poder, poco queda de la democracia.

 

Ahora bien, una cosa es que los españoles estén dispuestos a tragar con todo esto cuando el contrato social les promete bienestar, seguridad y prosperidad, y otra muy distinta bajo unas condiciones de aguda crisis económica. Aunque se nos machaque día sí y otro también que nuestros impuestos desmesurados van a financiar la sanidad, la educación y las pensiones, vemos claramente que no. Que estas últimas responden a un sistema piramidal quebrado, que nuestros estudiantes cada vez saben menos comparados con los de nuestro entorno y que las listas de espera siguen siendo interminables en los hospitales. En unos más que en otros, es verdad. ¿Cuánto de bien y provecho se podría comprar con el presupuesto del ministerio de la ex-pareja de Pablo Iglesias? ¿Cuánta inversión productiva podría lograrse si se eliminaran los parlamentos autonómicos, sus televisiones y demás red institucional? 

Los políticos han logrado lo que buscaban: vivir confortablemente en una burbuja a la que no salpica nada de la realidad de la calle. Eso es un sistema patas arriba. Si lo seguimos tolerando, seremos cómplices directos de nuestra propia ruina. Económica y moral.