¿Puede una Merkel "pato cojo" sostener a la Unión europea?

por Juana de Arcos, 6 de noviembre de 2018

Se llama pato cojo, en el léxico político americano, al presidente que ha perdido las elecciones en noviembre (o no se ha presentado) y está esperando la toma de posesión, en enero siguiente, del ya electo. En sentido más amplio también se refiere al político aún en el cargo pero que de hecho tiene su horizonte temporal de poder limitado a la vista. Por ejemplo, nos encontramos en el corazón de Europa a quien el New York Times ha llamado la auténtica líder del mundo libre, Angela Merkel. Pero lo que importa esta vez no es meramente un cambio de poder o dirección política en la cancillería alemana. La Unión europea, especialmente después de la crisis de 2007 y de las consecuencias políticas que ha traído, que pueden sustancialmente resumirse en la separación entre el pueblo presuntamente soberano y las élites, o entre la democracia y el despotismo, puede tener sus días contados con el anuncio de Merkel de abandonar el poder.

 

No es fácil recapitular brevemente los acontecimientos de relevancia para el continente desde la debacle económica – que podríamos bautizar primera crisis de la deuda, acaso para diferenciarla de la segunda que puede venir ahora-. Su sentido último, sin embargo, es el siguiente: en un momento determinado, utilizando una política especialmente realista en el contexto estratégico de la UE, se decide impedir la caída de Grecia – estado miembro más afectado por la crisis – lo que conlleva la decisión implícita de no dejar caer a nadie más, y por tanto, la de sostener cueste lo que cueste a España, Italia y Portugal. Las palabras del presidente del Banco Central, Draghi, fueron cristalinas: "Haremos lo que haga falta y créame, será suficiente". A cambio, además de la devolución de los préstamos extraordinarios obtenidos por estas naciones, se produjeron una serie de modificaciones de relevancia en sus derechos políticos por la vía de sus situaciones contables y en sus legislaciones nacionales, impuestos por los nuevos acreedores y no los ciudadanos. Los acreedores eran fundamentalmente alemanes, a quien mandaba hasta ahora, Merkel. De modo que, sin dramatizar en exceso, lo que resulta es un mini-tratado de Versalles al revés. Nos falta un Keynes inverso que escriba las consecuencias políticas de la paz,...del euro.

 

Externalizada pues, sin pedir permiso a los electores, una parte notable de la soberanía de estas naciones a cambio del mantenimiento en el euro primero y la unión europea después, se pensó que bastaría con pegar una patada a seguir al problema para recogerlo repuesto unas yardas o metros después, según el país que juegue al rugby. Sin embargo, esto no ha sucedido. Sí, es indudable que los estados europeos ya no están en recesión. Pero están más endeudados que nunca en el ámbito público, ninguno cumple los requisitos que el tratado de Maastricht exigió para entrar en el euro, no hay una recuperación decisiva de la actividad económica y eventualmente habrán de subir los tipos de interés, hoy muy distintos a uno y otro lado del Atlántico. A ello hay que añadir la invitación de Merkel a suplir la deficiente demografía alemana con inmigrantes de cualquier tipo y condición (ofuscando la distinción entre legales e ilegales según la expresión del politólogo americano Luttwak). El resultado es un descontento creciente en la población, enfadada de no haber sido consultada por resultar el asunto de excesiva complejidad para nuestras democracias infantilizadas, con perdón de los infantes.

 

El caso es que, tras una década perdida – a la década ominosa de nuestro Fernando VII se le decía también los mal llamados años, en fórmula que escandalizaba a Julián Marías porque los años buenos o malos no se reemplazan – andamos en plena confusión geopolítica. Tras una década entregada a los que saben, decíamos, los ciudadanos – por usar la terminología atribuida a los indígenas y contribuyentes de un estado por la revolución francesa – se han hartado. No es ya que en los países del Este no se encuentre la especie política en vías de extinción denominada socialista; es que el Reino Unido ha votado en referéndum, sin haber estado nunca en el euro, la salida de la UE y que llevan dos años diciéndole desde su élite – e Inglaterra debería ser un país capaz de entender lo que significa la palabra élite – que es demasiado complejo y que es mejor dejarlo. Esa actitud de despotismo, no ya ilustrado, sino altanero, es altamente combustible.

 

Por su parte, en el otro lóbulo de Occidente, la victoria de Trump en USA, precisamente con esos mimbres anti-establishment, dado el poder atractivo de Estados Unidos – hoy más que nunca la hyperpuissance a la que se refirió Hubert Védrine – con su influencia cultural sobre el resto del mundo amplificada por la capacidad de difusión de sus medios, tecnologías y demás redes sociales, está llevando a un fenómeno de copia a los demás, muy especialmente Europa.

 

Es extraño, pero acaso no tanto, que Italia, que en algún momento pudo ser calificado como el país más liberal del mundo, pues, fuese quien fuese el político al mando, la sociedad desobedecía sabiamente y ejercía su libertad – un poco en el sentido también indicado por Julián Marías: hay dos tipos de libertades, las que efectivamente hay y las que uno se toma – haya sido el país de Europa Occidental que primero haya dicho basta. Se podrá hablar hasta la saciedad de los movimientos populistas, del egoísmo, del nacionalismo, o de lo que sea que se le ocurra a la Inquisición político-correcta reinante por nuestros pecados, pero no hay duda que los italianos han optado por el hasta aquí hemos llegado.Y este nuevo gobierno, impresionante milagro, ha visto rechazado un presupuesto con menos del 3% de déficit por la Comisión europea. La UE ha tocado fondo, ya ni se plantea el cumplimiento formal del Estado de Derecho, simplemente descalifica lo que le disgusta. Car tel est mon bon plaisir (porque ese es mi buen placer), según la fórmula del absolutismo monárquico francés que pasó un mal rato allá por 1793.

 

En estas, sucesivas elecciones de estados federados en Alemania – esa división que impusieron los Estados Unidos liberadores de Europa, en la Ley Fundamental de Bonn, a la sazón la Constitución germana, para evitar cualquier resurgimiento del Reich – han demostrado que quien sostenía todo este tinglado, con el sólo poder de su pueblo, ya no puede hacerlo.

 

Y ahora, qué.

 

Es verdad que las naciones, nos dice la geoestrategia, se guían por sus intereses no los caprichos de sus gobernantes, y que el euro es una panacea para una nación exportadora porque exporta, exporta y exporta – entendido aquí el término como vender fuera de Alemania – y en lugar de verse reforzada su moneda y por tanto poner un límite a su actividad, se devalúa por obra y gracia de los demás miembros de la divisa común. Nunca Alemania se ha visto económicamente en otra igual, aunque para mantenerlo haya tenido que prestar a casi todo el mundo. Por tanto, se ha de pensar, quien sea que continúe allá gobernando tendrá el mismo interés. O no, citando el genio político de Rajoy.

 

En efecto, si algo nos ha enseñado esta crisis de la soberanía europea, pues de no otra cosa se habla, es que las naciones europeas no tienen ya derecho a decidir por sí mismas. ¿Querrá Alemania seguir decidiendo por ellas? ¿Seguirá creyendo Alemania que su interés está en el euro a cualquier precio? 

 

Así que, cabe la posibilidad de que Alemania continúe considerando que le compensa la Unión europea y el euro, pero también, y es lo más probable, que no está dispuesta a liderar un proyecto despótico. Reagan decía que lo más parecido que veremos en este mundo a la vida eterna es una oficina burocrática, de modo que no hay que minusvalorar la capacidad de aguante de la Unión europea. Deberá eso sí, ponderar su voluntad con el conflicto político mayúsculo que se arriesga a provocar resistiéndose a morir.