Sólo estamos nosotros

por Miguel Ángel Quintanilla Navarro, 13 de junio de 2006

Con frecuencia, hay algo esencialmente contradictorio en los mensajes de quienes se oponen a la política que el Gobierno está impulsando en relación con los Estatutos y con ETA. Por una parte se afirma que lo que Zapatero promueve violenta los consensos básicos de la democracia española y que su modo de encarar las cosas carece del respaldo de la ciudadanía e, incluso, de buena parte de los votantes y dirigentes socialistas (aunque no lo manifiesten en público); pero por otra, se indica que todo eso se hace sólo para ganar las elecciones y perpetuarse en el poder y que puede salirle bien.
 
Si gana las elecciones “por hacer lo que está haciendo” es que eso que hace merece el respaldo electoral y, por tanto, la idea de que así se aparta de la opinión pública requiere alguna explicación más. Ésta, en el fondo, suele omitirse por razones obvias: nadie quiere decirle directamente a la opinión pública que está siendo manipulada, que no se está dando cuenta de lo que está pasando y que sólo cuando sea demasiado tarde reparará en ello. Es decir, que, planteado de esta forma, el problema para el PP es que necesita decirle a la opinión pública algo así: “No te enteras de nada, te están engañando. Vótame ya”.
 
Quienes desean oponerse eficazmente a la política del Gobierno deben salir cuanto antes de esa incómoda situación. Primero porque no sirve para ganar; y segundo porque afortunadamente los hechos la desmienten. Nada indica que lo que Zapatero está haciendo con ETA o con los Estatutos le esté reportando beneficios electorales. De otro modo, no parece que la opinión pública española sea tonta, aunque puede que sea un poco lenta o que ande distraída. O, quizás, que confía en sus dirigentes políticos más de lo que confía la oposición, lo que no sería tan extraño, puesto que entre la opinión pública hay muchos que han votado al Gobierno y entre la oposición, no.
 
Lo eficaz no está siendo el mensaje de Zapatero sobre lo que él hace, sino el mensaje sobre lo que hace la oposición. El problema no es que la opinión pública no esté viendo lo que pasa, sino que no ve una alternativa mejor, puesto que la mera vuelta a donde estábamos antes de que Zapatero llegara montado en su retroexcavadora, la insistencia en el  “porque así se decidió en 1978”, es una cosa que se vende muy mal.
 
Está bien hablar del consenso de 1978, pero ése fue de antes, no de ahora. Lo importante para nosotros no es que los españoles tomaron en sus manos el poder y lo ejercieron, sino que lo pusieron en las nuestras para que hiciéramos lo mismo: no sustituyeron la sujeción a una voluntad ajena por la sujeción a otra voluntad igualmente ajena, no nos esclavizaron sino que nos liberaron. Importa menos el contenido de aquel acuerdo -que en buena medida no existe desde hace muchos años porque los españoles han ido decidiendo cosas que lo han cambiado de arriba abajo- que el hecho de que ocurrió porque “nosotros”-el nosotros de entonces- quisimos, y lo primero que se deseó fue que el “nosotros” que en cada momento existiera tuviera ese mismo poder.
 
Planteado en los términos a los que ha llevado la cuestión el PP, Zapatero tiene las de ganar en cuanto al atractivo inicial de la propuesta, porque puede plantear las cosas así: “Se trata de que decidamos `nosotros´ o de permanecer atados a lo que `ellos´ decidieron”.  A la gente no le entusiasma que le digan que debe renunciar a decidir porque otros lo hicieron por ella y hay que mantener intacto su legado.
 
Ahí reside el “acierto” y la enorme mentira de Zapatero. Presenta como un ejercicio de la soberanía de los españoles de ahora lo que en realidad es un desfalco que impide ese ejercicio para siempre; y presenta las protestas del PP para que se respete el sistema de 1978 como un intento de bloquear ese ejercicio porque ahora las circunstancias favorecen a la izquierda más que entonces, cuando la derecha pudo hacer lo que quiso porque aún había franquismo aunque no viviera Franco. Es decir, que en el fondo, presenta la posición del PP como una expresión de “su miedo a la democracia”: “No quieren que los españoles decidan ahora porque ellos pierden; necesitan conservar la decisión de entonces, mitificarla y hacerla perdurar porque no hubo consenso sino imposición a su favor”.
 
Solución: defender la Constitución de 1978 dejando de nombrarla, defender el derecho a decidir ahora; no hacer historia sino política; no enzarzarse en una disputa sobre la Transición que a nada conduce, salvo a la verdad de “lo que pasó”, cuestión importante, sin duda, pero cuya relevancia para establecer “lo que debe pasar” es más que dudosa. El modo más eficaz de hacer que a la gente le importe perder su derecho a decidir es proponerle decisiones que la atraigan, hacerle desear una España para 2008 que sólo sea posible si ella lo decide.
 
Quienes hicieron posible el milagro de 1978 hicieron su trabajo, pero no pueden hacer el nuestro. Pueden ser nuestro ejemplo, nada más. Incluso quienes protagonizaron el proceso constituyente y aún ejercen una actividad política, podrán servirse de su experiencia y transmitirla, pero tendrán que sentir de nuevo el vértigo y la incertidumbre y tendrán que tener la valentía de diseñar y defender una política “ahora”.
 
Si somos “los que defendemos lo de 1978”, entonces somos el pasado y nada más.
 
Es cierto que la iniciativa del PP de procurar un referéndum sobre el Estatuto de Cataluña pretendía, precisamente, ir en esta dirección, pero esa decisión puede haber tenido un coste mayor: cuando uno pide que se vote sobre algo legitima cualquiera de los resultados posibles, también el “sí” al Estatuto. Y si ese Estatuto merece reprobación no es porque voten sobre él sólo los catalanes, sino porque permite que se voten cosas que no pueden ser votadas. No es un problema de circunscripción sino de contenido. El mensaje frente a él no es que todos tenemos derecho a opinar, sino que nadie tiene derecho a opinar sobre cómo educa otro a  sus hijos o en qué lengua habla. En un caso se convierte el problema en un asunto territorial; en otro, en una cuestión de autonomía personal -dentro de Cataluña (en términos de Berlin, es un problema de libertad negativa) y fuera, en toda España (un problema de libertad positiva derivado del blindaje y de lo demás)- que es lo que permitiría defender el verdadero espíritu constitucional: “Decidimos los que estamos, no los que un día estuvieron”. De lo que se trata no es de pedir a los votantes que se mantengan fieles a la voluntad de otros, sino de que no les tapen la boca.
 
El sistema de 1978 no existe. Lo que quiebra Zapatero no es lo que se hizo entonces sino lo que hemos venido haciendo desde entonces. No quiebra la Constitución de 1978 sino la de 2006, que es la que importa. Si no, nos obligamos a defender cosas que o bien no existen o bien es posible que queramos cambiar. Es nuestro derecho a cambiarlas (o no) lo que niega Zapatero, y lo que impedirá para siempre si tiene éxito.