¿Vale la pena?

por Miguel Ángel Quintanilla Navarro, 15 de diciembre de 2003

Un estudio hecho público por el Real Instituto Elcano de Estudios Internacionales y Estratégicos el pasado día 27 de noviembre muestra que la población española rechaza mayoritariamente el uso de la violencia en las relaciones internacionales y que considera que la guerra en Irak no ha valido la pena (respuesta  razonable dado que todavía no la hemos ganado). Es de esperar que el asesinato de siete miembros del Centro Nacional de Inteligencia cerca de Bagdad a finales de noviembre ayude a consolidar esta opinión. No se trata aquí de sugerir  que quienes así se han manifestado  “no saben lo que hacen”; al contrario, es precisamente el hecho de que el pacifismo de los españoles expresa un sentimiento noble y una aspiración ética admirable el que hace que merezca la pena proponer un motivo para la reflexión. El amor a la paz es una virtud, pero inferior al amor a la vida, y es posible que en el rechazo rotundo que los españoles manifiestan hacia cualquier acto de guerra se esté produciendo una identificación irreflexiva y errónea entre guerra y muerte, por una parte, y paz y vida, por otra; y que en su decepción por lo conseguido en Irak estén pesando la falta de información sobre el Irak de Sadam Husein (al que pertenecen los asesinos de los  españoles muertos y en cuyo nombre, al parecer, les remataron)  y el error de pensar que lo que estos días ocurre en Irak es el “resultado” de la guerra   cuando en realidad forma parte de ella.  
 
El 6 de marzo de 2003 Rickard Sandell, investigador del mismo Instituto, publicó un estudio titulado La batalla humanitaria en Irak. El estudio mostraba que la política de sanciones económicas y diplomáticas establecida por las Naciones Unidas después de la primera Guerra del Golfo (es decir, el cese de la guerra y el inicio de la paz) había originado en el país un incremento dramático de la tasa de mortalidad infantil, que superaba ampliamente la de los países vecinos. Entre los datos expuestos en ese estudio (www.realinstitutoelcano.org/analisis/248.asp) destacan los siguientes:
 
1.       El gobierno iraquí reconoció 2.278 muertos civiles durante la primera Guerra del Golfo, y se estimaba que el número total de soldados iraquíes muertos durante ella oscilaba entre los 50.000 y los 60.000, aunque algunos estudios rebajaban estas cifras a 1.000 civiles y 10.000 soldados muertos
 
2.       Se estimaba que el aumento de la mortalidad infantil en Irak posterior a la entrada en vigor de las sanciones de la ONU, entre agosto de 1991 y marzo de 1998, ascendía a 227.000 niños, lo que correspondía a  una media de 60 muertes más al día durante ese período.
 
3.       Un estudio de UNICEF realizado en 1999 estableció diferencias muy apreciables entre las tasas de mortalidad infantil de las zonas semiautónomas del norte, donde el control de Sadam Husein era menor, y las del resto del país, hasta el punto de que “mientras que la mortalidad infantil aumentó de forma drástica en el Sur y el centro de Irak, alcanzó mínimos históricos en los tres distritos del Norte”. Esto sugería que la ayuda humanitaria proporcionada, que fue rechazada en 1991 y tardíamente aceptada, estaba siendo mal empleada por el régimen tiránico iraquí, y que las condiciones de vida de la población no se encontraban entre sus principales preocupaciones: allí donde Sadam Husein perdía el control  la vida volvía a florecer.
 
La conclusión que a la luz de estos datos era posible establecer era tan clara como difícil de aceptar en primera instancia por la opinión pública: en Irak la paz estaba matando mucho más que la guerra, y no soldados armados al servicio de Sadam Husein  en el campo de batalla, sino niños. El mantenimiento indefinido de la opción pacifista de la ONU, basada en el rechazo de la intervención militar y en la continuación de las sanciones económicas (de escasísimo o nulo efecto útil), dejaba intacto al régimen político y resultaba letal para la población iraquí. El levantamiento de las sanciones y la renuncia a la intervención militar no podían ser abordadas simultánea e incondicionalmente, porque Sadam Husein constituía una amenaza imposible de asumir por la ONU, que, entre otras cosas, había establecido sin dudas su posesión y  uso de armas de destrucción masiva y le había otorgado una última oportunidad para acreditar su inutilización. La falta de información que los servicios de inteligencia occidentales reconocen sobre esta cuestión avala la posición favorable a la intervención, porque lo que reconocen es que no podían acreditar lo que había pasado con un arsenal cuya existencia había sido constatada por la ONU. De manera que,  con los datos disponibles en el momento, básicamente proporcionados por la ONU, era defendible una asociación de conceptos inversa a la que inicialmente todos tendemos a dar por supuesta: paz y muerte; guerra y vida. No se trata, por su puesto de “vida” en el sentido de ausencia completa de muertes, sino de vida como menor número de muertes, lo único que era posible procurar en el momento (el nuevo tipo de armamento de que disponía el ejército de Estados Unidos hacía verosímil una campaña militar  relativamente corta y de escasa letalidad para la población civil). Para quien tenía a la vista estos datos, la intervención militar podía presentarse como una obligación moral, como un acto al servicio de la vida; y al servicio de la vida de otros y a manos de los servidores de un régimen  excepcionalmente cruel y cruento es como murieron los siete agentes españoles. Por otra parte, conviene recordar que, como es manifiesto, la decisión de intervenir militarmente o de secundar la intervención en Irak carece de rendimiento electoral alguno, y que, para quienes la ejecutan, es mucho más costosa la guerra que la paz. Quienes afirman la gratuidad que la guerra tiene para los miembros de la coalición y destacadamente para los Estados Unidos, deberían visitar la sección que  el Washington Post  dedica a honrar a sus muertos en Irak, sección que, según advierte una nota, se actualiza cada viernes. Los propios datos del Informe del Instituto Elcano sugieren que la opinión pública española rechazará y penalizará cualquier decisión del Gobierno favorable al uso de la fuerza.
 
Probablemente, los datos expuestos aquí no son los únicos que deben ser tenidos en cuenta; el asunto es mucho más complejo, pero el análisis de Sandell permite decir que, en ocasiones, el pacifismo incondicional puede ser la salida más cómoda pero no la mejor, y, en algunos casos, enmascarar un desistimiento moral  o un deseo de situarse al margen de los problemas éticos reales, que no suelen coincidir, ni en tiempo ni en forma, con los que nos gustaría tener que abordar.  Por eso estamos en Irak, y por eso es necesario ganar la guerra que todavía está en curso. Quizás cuando acabe y cuando sus efectos sobre la población sean visibles los españoles piensen que ha valido la pena, que hoy es inmensa.