La 'salvadorización' de Colombia

por Ramón D. Ortiz, 1 de mayo de 2000

Política Exterior, Vol. XIV, Núm. 75
 
A veces, los líderes políticos y militares se comportan como si la historia se pudiera repetir, imitando las estrategias que dieron resultado frente a antiguos conflictos a la espera de que también funcionen con los nuevos. Algo así está pasando en el enfrentamiento civil que arrasa Colombia desde hace décadas. Sus principales protagonistas, gobierno y guerrilla, parecen igualmente hipnotizados por el ejemplo histórico de la guerra interna de El Salvador durante los año 80. Por distintos motivos, unos y otros están tozudamente dispuestos a imitar la trayectoria de conflicto y negociación que condujo a la pacificación de la república centroamericana. Pero ambos lados parecen ignorar las enormes diferencias que separan el caso salvadoreño del colombiano. Estrategias similares en escenarios tan dispares pueden conducir a resultados bien distintos: paz en El Salvador, desintegración en Colombia.

Fueron las formaciones guerrilleras colombianas quienes primero buscaron inspiración en la experiencia de El Salvador. En 1995, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el primero y el segundo grupo armado del país respectivamente, mantuvieron un debate teórico que condujo a la aprobación del concepto de Insurrección General. Este mismo planteamiento había sido aplicado por la guerrilla salvadoreña del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) entre 1981 y 1985. En esencia, se trataba de generar una escalada en las operaciones insurgentes desde acciones propiamente guerrilleras (interdicción, sabotaje, etc.) a enfrentamientos semiconvencionales donde se involucrasen un mayor número de recursos militares. Aunque las FARC y el ELN compartían una visión común sobre la necesidad de dar este salto estratégico, solamente la primera organización tenía la cohesión política, los recursos humanos y los medios materiales para ponerlo en práctica.

Desde entonces, la cúpula de las FARC se ha fijado como meta disponer de la capacidad bélica suficiente para que sus unidades puedan comprometerse en combate con efectivos gubernamentales equivalentes a un batallón o tomar al asalto bases e instalaciones militares. Para ello, la organización se ha visto obligada a modernizar sus arsenales y cambiar sus procedimientos tácticos. En el primer capítulo, las FARC han contado con dos redes de abastecimiento. Para empezar, han entrado en contacto con sectores de la mafia rusa que han facilitado el acceso de la organización a los antiguos arsenales de la URSS. Paralelamente, la guerrilla ha establecido una segunda cadena de suministros gracias a sus contactos con ex-militantes de organizaciones revolucionarias centroamericanas activas durante los años 80. A través de estos canales, ha adquirido una amplia gama de equipo militar que incluye morteros, misiles tierra-aire, equipos de visión nocturna y sistemas de comunicaciones.

Paralelamente, el mando de las FARC, encabezado por su líder militar, Jorge Briceño, alias 'Mono Jojoy', ha completado un profundo cambio de sus procedimientos tácticos. Para ello, se ha apoyado en la existencia de un núcleo de cuadros de la organización que había recibido formación militar en diversos centros castrenses de Europa Oriental durante los años 80. Pero también ha contado con el asesoramiento de ex-guerrilleros centroamericanos. En concreto, las FARC han introducido tres tipos de innovaciones operativas. En primer lugar, han agilizado las líneas de mando y control sobre sus unidades. De este modo, son capaces de sorprender a las fuerzas gubernamentales con más facilidad en la medida en que pueden reunir o dispersar sus efectivos en un punto u otro de la geografía colombiana con una rapidez asombrosa. En segundo lugar, han introducido el uso de fuerzas especiales como puntas de lanza en operaciones de envergadura. Finalmente, se ha multiplicado la potencia de fuego empleada para apoyar su ataques lo que ha hecho posible el asalto a instalaciones con defensas más 'endurecidas' y ha incrementado la letalidad de cada incursión.

Los efectos de estas mejoras en la capacidad militar de las FARC se han dejado sentir a partir de 1996. Durante el mes de agosto de ese año, la guerrilla arrasó el campamento militar de Las Delicias (28 soldados muertos y 60 prisioneros). Ya en febrero de 1997, hostigó a elementos de la 1ª Brigada Móvil en San Juanito (17 muertos). Para 1998, la contundencia de los golpes llegó a ser demoledora. En febrero se produjo la emboscada a efectivos de la 3ª Brigada Móvil en El Billar (62 muertos y 43 prisioneros), en agosto el ataque a la base antinarcóticos de Miraflores (otros 30 muertos y 100 prisioneros) y en el último día de octubre la toma de la localidad de Mitú (60 muertos y otros 43 capturados). Esta cadena de victorias insurgentes cambió la percepción del gobierno y las fuerzas armadas sobre conflicto. La moral de la clase política y el estamento militar colombianos se hundió mientras se abría paso la convicción de que el conflicto no podía ser ganado por medios militares. En este contexto, se formuló la iniciativa de diálogo con las FARC impulsada por el presidente Andrés Pastrana.

El inicio de este proceso de diálogo con el gobierno ha sido interpretado por la guerrilla como una prueba concluyente del éxito de su escalada militar. En este escenario, las FARC ha diseñado su estrategia frente a las negociaciones imitando los movimientos del FMLN durante las primeras fases del proceso de paz de El Salvador en 1989. De hecho, los insurgentes colombianos han percibido la apertura de las negociaciones de forma similar a como lo hicieron muchos de sus camaradas salvadoreños casi una década atrás: como una oportunidad para avanzar en su camino hacia el poder más que en el sentido de una vía para desactivar el conflicto civil. En el caso de El Salvador, los insurgentes solo se inclinaron hacia la búsqueda de una salida política al conflicto cuando se desmoronaron sus apoyos en el Bloque del Este. Sin embargo, las FARC cuentan con los recursos proporcionados por el narcotráfico para asegurar su independencia en términos financieros y, por tanto, militares. En consecuencia, están en mejores condiciones que sus maestros salvadoreños para integrar negociación y lucha armada en una estrategia unificada con la que intentar imponerse sobre el gobierno Pastrana.

Con la insistencia de que se estableciese una zona libre de fuerzas militares como marco para el desarrollo de las conversaciones, las FARC han dado una buena muestra de hasta que punto pretenden asociar estrategia política y militar. Tras aceptar esta demanda, el presidente Pastrana ha mantenido desmilitarizada una extensión de 25.000 kilómetros cuadrados (equivalente a la extensión de Suiza) desde noviembre de 1998. La creación de la 'zona de despeje' en torno a la localidad de San Vicente del Caguan ha supuesto el reconocimiento 'de facto' del status de las FARC como poder soberano. Además, ha permitido a la guerrilla establecer un escaparate político en el que presentar al mundo su capacidad de gestión como poder público. Pero los beneficios en el terreno militar han sido tan importantes como los políticos. Con la región desmilitarizada, los insurgentes han obtenido una base desde la que realizar envíos de narcóticos y recibir equipo militar. Además, les ha garantizado una zona segura para entrenar y encuadrar nuevas unidades guerrilleras. Y finalmente, los cinco municipios 'despejados' se han convertido en una plataforma operativa privilegiada desde la que los insurgentes pueden lanzar incursiones contra objetivos políticos y económicos críticos con total impunidad. En resumen, las FARC han aprovechado el diálogo político para mejorar sustancialmente su situación militar.

Pero la cúpula de la guerrilla, encabezada por su máximo dirigente, Manuel Marulanda 'Tirofijo', también ha intentado generar el efecto inverso: conquistar posiciones en la mesa de negociaciones a través de victorias en el campo de batalla. Esta estrategia se puso en práctica a lo largo de diciembre de 1998, a medida que se acercaba la inauguración oficial de la conversaciones. Los insurgentes lanzaron una ofensiva que incluyó ataques a Caño Verde, San Pablo, Saladoblanco, Becerril y Pueblo Bello. Con esta cadena de incursiones y la decisión de Marulanda de no acudir a su cita con el presidente Pastrana en San Vicente del Caguan, las FARC transformaron la inauguración del diálogo político en una demostración palpable de la debilidad del gobierno. El uso de la fuerza militar como instrumento de presión sobre las conversaciones se ha hecho transparente tras los acontecimientos del pasado julio, cuando los delegados de ambos lados ya habían acordado la agenda de las negociaciones y se disponían abordar su contenido. El día 6 de ese mes, las FARC anunciaron un aplazamiento temporal del diálogo con el gobierno. La guerrilla utilizó las siguientes jornadas para lanzar una gran ofensiva a lo largo de 22 departamentos. El objetivo era realizar una demostración de fuerza antes del inicio de una fase de las conversaciones con mayor contenido político. Una estrategia similar a la que ensayó el FMLN en 1989, cuando combinó los contactos con las autoridades salvadoreñas con el lanzamiento de la ofensiva 'Hasta el Límite'.

Paradójicamente, la escalada bélica de julio ha pasado a la historia como uno de los fracasos más espectaculares de las FARC. De hecho, las fuerzas armadas colombianas se declararon vencedoras tras anunciar que habían provocado doscientas bajas a los insurgentes. Este triunfo gubernamental ha sido la manifestación más visible de un cambio de tendencia sobre el campo de batalla que se estaba haciendo patente desde finales de 1998. La primera señal de una recuperación militar de las autoridades de Bogotá se puso de manifiesto en noviembre de 1998 en la contraofensiva para expulsar a la guerrilla de la localidad de Mitú que provocó la muerte de 100 insurgentes. Los éxitos se repitieron en marzo de 1999 con las operaciones 'Eclipse Negro' y 'Leopardo' desarrolladas en Oasis y el Cañón de la Llorona respectivamente (110 abatidos) y continuaron en mayo con la acción denominada 'Dragón' en Toribio (20 bajas) hasta llegar a la contraofensiva general del verano. En total, el Ejército afirmó que, en estas y otras acciones menores, había terminado con la vida de más de 725 insurgentes entre noviembre de 1998 y julio de 1999.

¿Pero qué es lo que ha cambiado para que las fuerzas armadas de Bogotá hayan cosechado estos éxitos? En puro número, el aparato militar colombiano siempre ha resultado impresionante con cerca de 235.000 hombres entre soldados y policías. Además, aunque su equipo pesado es escaso en cantidad y calidad, le proporciona una potencia de fuego muy superior a la guerrilla. Los problemas estaban, y en gran medida todavía están, en otros sitios. Para empezar, el ejército es una maquinaria excesivamente burocratizada y con una baja tasa de profesionalización. Esto supone que la tasa de soldados desarrollando operaciones de combate sobre el número de efectivos totales es muy baja (en torno a 1 a 6). Además, la mayor parte de la tropa está integrada por conscriptos, no aptos para tareas de contrainsurgencia. Por otra parte, las fuerzas de Bogotá tienen un tiempo de reacción excesivamente dilatado frente a las acciones de la guerrilla. Es decir, emplean demasiado tiempo en detectar indicios de actividad guerrillera en una zona y despachar fuerzas para hacerle frente. En consecuencia, el contraataque muchas veces llega tarde. Esta lentitud de reflejos es producto de una deficiente inteligencia y de una escasa movilidad táctica (sobre todo, por falta de helicópteros). A todo esto, se sumaba otros problemas como un sistema de mando y control excesivamente rígido, unas comunicaciones poco fiables y notables problemas de coordinación entre el Ejército y la Fuerza Aérea. Todo ello estaba coronado por un problema de actitud. Las fuerzas armadas colombianas habían asumido una posición defensiva mientras entregaban toda la iniciativa a las FARC.

Para responder a estas deficiencias, el estado mayor colombiano ha concebido una serie de reformas y reclamado la ayuda de Washington. En este contexto, colombianos y norteamericanos han encontrado poderosos motivos para fijarse en la experiencia de El Salvador. Desde luego, el uso por las FARC de tácticas idénticas a las del FMLN ha estimulado a los estados mayores de ambos países a centrar su atención sobre el caso de ese país centroamericano. Pero además, razones políticas han contribuido a que Washington y Bogotá inspiren su estrategia conjunta en aquella que desarrollaron estadounidenses y salvadoreños. Ambas capitales tienen razones para excluir el envolvimiento de tropas norteamericanas en misiones de combate en Colombia. Para el Pentágono, intervenir directamente supone asumir la posibilidad de un número elevado de bajas entre sus tropas. Al mismo tiempo, las autoridades colombianas prefieren que la presencia militar de EE.UU. tenga un perfil bajo para evitar que los insurgentes puedan enarbolar la bandera del nacionalismo. En tales circunstancias, la relación de trabajo desarrollado por las fuerzas armadas estadounidenses y salvadoreñas durante los años 80 ha resultado un modelo perfectamente imitable. El Pentágono se ha comprometido a suministrar material, asesoramiento e inteligencia. Por su parte, las fuerzas militares y policiales colombianas han asumido todas las misiones de combate al mismo tiempo que se embarcaban un ambicioso programa de modernización. En este sentido, el 'modelo salvadoreño' de estrategia contraguerrillera se ha hecho tan presente en los planteamientos del Ejército de Bogotá como para que, a principios de septiembre de 1998, miembros de su Escuela Superior de Guerra viajaran a El Salvador para estudiar la experiencia de este país.

Este reparto de papeles se ha materializando paulatinamente. El Pentágono ha ampliado los efectivos de su misión de asesoramiento hasta incluir entre 150 y 200 hombres. Por otra parte, los EE.UU. han intensificado sus operaciones de recogida de inteligencia con el uso de satélites y de aviones de reconocimiento. Finalmente, en lo que se refiere al suministro de material, el grueso de la ayuda se ha centrado en ampliar el parque de helicópteros colombiano además de proporcionar medios de detección, sistemas de comunicaciones y otro tipo de material de apoyo para operaciones de contrainsurgencia. Por su parte, el estado mayor de Bogotá ha puesto en marcha una serie de reformas militares. El presidente Pastrana ha impulsado un programa para incrementar el número de soldados profesionales en las fuerzas armadas. Al mismo tiempo, se ha realizado un esfuerzo por mejorar la coordinación entre las fuerzas de seguridad. Para ello, se ha creado una agrupación de despliegue rápido donde se integran medios del Ejército y la Fuerza Aérea. Además, se ha establecido un Centro de Inteligencia Conjunta Policía-Fuerzas Armadas. Por otra parte, se han creado nuevas unidades con cometidos especiales. Se ha formado una brigada de infantería de marina para operaciones fluviales. Igualmente, se ha completado el entrenamiento de un Batallón Antinarcóticos del Ejército. Una formación que resulta ser una copia exacta de los Batallones de Cazadores salvadoreños empleados en la lucha contra el FMLN.

Las mejoras en el suministro de inteligencia y el desarrollo de operaciones aeroterrestres se han dejado sentir muy pronto creando las condiciones para los triunfos gubernamentales del primer semestre de 1999. Esta cadena de victorias ha establecido un 'techo táctico' sobre la envergadura de las operaciones de las FARC. Es decir, el mando militar colombiano ha demostrado que es capaz de detectar las concentraciones guerrilleras cuando sobrepasan un cierto volumen de efectivos y contraatacar antes de que los insurgentes puedan alcanzar sus objetivos. De esta forma, se limitan las posibilidades de la guerrilla para realizar acciones de gran envargadura. O dicho de otra forma, se pone coto a las opciones de las FARC para aumentar la presión militar sobre el gobierno. En los próximos meses, es previsible que el balance militar siga inclinándose a favor del gobierno a medida que los programas de modernización de las fuerzas armadas se hagan más patentes. Pero nadie se hace ilusiones. Ni en Bogotá, ni en Washington esperan que la mejora en la situación pueda desembocar en una derrota definitiva de la guerrilla. Al igual que en El Salvador, el reforzamiento de la posición militar del gobierno tiene que servir para crear un empate sobre el campo de batalla. En tales circunstancias, la guerrilla debería sentirse más inclinada a realizar concesiones para encontrar una salida política. El resultado sería un acuerdo de paz que no supusiese una entrega incondicional del poder a los insurgentes.

Sin embargo, toda esta asimilación de Colombia a El Salvador olvida algunas diferencias decisivas entre ambos casos. En primer lugar, existe una enorme distancia entre las dimensiones de los dos escenarios. El estado andino es aproximadamente cincuenta veces mayor que la república centroamericana y su población equivale a multiplicar por seis la de esta. Con este tamaño, cualquier actor se enfrenta a notables dificultades para establecer su control sobre el país. O dicho de otra forma, resulta más sencillo influir sobre un pequeño estado como El Salvador que en otro de las dimensiones de Colombia. Además, la riqueza en bienes legales e ilegales del territorio colombiano hace que cualquier agente político pueda conquistar con facilidad recursos suficientes para consolidarse como un poder regional. Esto es particularmente cierto con los narcóticos. De hecho, este negocio garantiza los fondos y los contactos internacionales imprescindibles para adquirir equipo bélico y consolidarse como una actor militar independiente. Pero lo mismo se puede decir de otro tipo de recursos de fácil extracción y alto valor añadido como las esmeraldas o el petróleo.

En otro orden de cosas, la guerra civil colombiana es un enfrentamiento a varias bandas entre grupos internamente fragmentados. Esto es una diferencia sustancial con el caso salvadoreño donde la guerra se desarrolló entre dos bandos mucho mejor definidos. En Colombia, se pueden identificar al menos tres contendientes principales cada uno con sus propias fracturas internas. La guerrilla está dividida en dos organizaciones principales- las FARC y el ELN- con problemas de cohesión de distinta naturaleza. El movimiento paramilitar es un magma en el que se funde una organización dominante, las Autodefensas Campesinas de Cordoba y Uraba (ACCU) con una constelación de grupos menores. Finalmente, la administración colombiana presenta numerosas grietas políticas y regionales que le impiden desarrollar una estrategia unificada. En estas circunstancias, resulta imposible arrastrar a todos estos grupos a un acuerdo de paz global como el que se firmó en El Salvador en 1992.

Bajo estas circunstancias, el escenario colombiano presenta un elevado riesgo de fragmentación. La 'vía salvadoreña' que han escogido guerrilleros y fuerzas gubernamentales implica que ambos lados han optado por intensificar sus operaciones bélicas para respaldar sus respectivas posiciones en la mesa de negociaciones. Sin embargo, es poco probable que uno u otro consiga una ventaja militar suficiente para forzar al adversario a negociar por debajo de sus expectativas. En consecuencia, la escalada militar puede continuar sin un límite claro. Este recrudecimiento de la guerra tiene lugar en el contexto de un estado extremadamente débil. Las nuevas dosis de violencia pueden terminar por demoler esta maltrecha estructura administrativa en regiones enteras del país. De este modo, el poder público se desmoronaría y perdería los últimos vestigios de legitimidad entre la población. El vacío tendería a ser llenado por los grupos armados de uno u otro signo que se encontrarían en la posición de ejercer funciones paraestatales. El escenario resultante sería una forma de 'balcanización' en la que un poder central en repliegue sería arrinconado por una serie de feudos autónomos. Un desastre para la estabilidad de América Latina que difícilmente se podrá evitar a menos que el presidente Pastrana consiga recursos económicos y asistencia técnica para reforzar el estado colombiano, no solo en su vertiente militar, sino también en su dimensión política y administrativa. Con este objetivo, las autoridades de Bogotá han lanzado el Plan Colombia, un programa de pacificación que, además de un componente de seguridad, incluye importantes iniciativas de desarrollo económico y reforma institucional. La vertiente civil del proyecto solo se podrá impulsar sobre la base de la financiación y la cooperación internacional. En tales circunstancias, los esfuerzos para rescatar a la república andina se enfrentarán a dos incertidumbres. Para empezar, está por ver hasta que punto van a atender esta solicitud de ayuda la Unión Europea, Japón y los otros potenciales donantes. Luego, habrá que comprobar si la frágil estructura administrativa colombiana es capaz de absorber y gestionar de forma eficiente la asistencia recibida. De la respuesta a estas dos interrogantes depende, en buena medida, que la administración Pastrana lleve a más de 35 millones de colombianos un poco más cerca de la paz.


(*) Ramón D.Ortiz Investigador del Observatorio de Seguridad y Defensa en América Latina del Instituto Ortega y Gasset y profesor de Seguridad en América Latina del Instituto General Gutiérrez Mellado