El dilema final de España

por GEES, 1 de noviembre de 2019

La Providencia ha querido que lo españoles cuenten con una segunda oportunidad para decidir si continúan siéndolo, lo que requiere un radical cambio de rumbo, o se diluyen en el postmodernismo post-globalista, vulgo, muerte. 

 

España es la primera nación occidental, lo que quiere decir que es la primera nación, al ser este concepto una creación de los pueblos que heredaron en la inigualable expresión de Zubiri la filosofía griega, el derecho romano y la religión judeo-cristiana. La caída del Muro de Berlín, cuyos treinta años celebramos la víspera de jugarnos el ser nacional, generó una gran esperanza en todo este Occidente del que formamos parte sustancial. Fukuyama, encandilado por el pensamiento marxista o al menos determinista, con una mano asida a Hegel y otra a Kojève, dio por finiquitado el combate ideológico de la segunda mitad del siglo XX también conocido como Guerra Fría. Llegaba el advenimiento universal de la democracia liberal como forma política definitiva para el conjunto de la humanidad. Sólo quedaba abrazarla y morir luego de aburrimiento tecnocrático. 

 

Poco después, Samuel Huntington, robaba la expresión “choque de civilizaciones” del seminal artículo del historiador orientalista británico Bernard Lewis en The Atlanticcuyo título era “Las raíces de la rabia musulmana”. No se trataba, como argumentaba Fukuyama de que muerto el comunismo (se entendía, en Europa del Este) había desaparecido cualquier otra alternativa que no fuese la democracia liberal, sino de que así como al combate nacional (II Guerra Mundial) había sucedido el combate ideológico (Guerra Fría o III Guerra Mundial, según Eliot Cohen) al combate ideológico iba a suceder el combate civilizatorio (IV Guerra Mundial, apelación inventada por Eliot Cohen). Es decir, que así como el libro de Fukuyama estaba en realidad prefigurado en el clásico de Popper “La sociedad abierta y sus enemigos” – el mayor alegato anti-determinista del siglo XX junto con “Camino de servidumbre” de Hayek – era en realidad la libertad humana la que iba a continuar la historia no sucumbiendo al determinismo materialista. En una palabra, Fukuyama tenía razón en la victoria demo-liberal pero erraba en su carácter definitivo e inevitable. Y erraba igualmente en que a una situación había de seguir otra similar linealmente, sin tener en cuenta los meandros inescrutables de la Historia. 

 

En esas estábamos cuando de nuevo Bernard Lewis, siguiendo la línea investigativa de su historia de Oriente Medio y el Islam enviaba las pruebas a edición de su libro “¿Qué ha fallado?” sobre el drama de un mundo islámico con un complejo de inferioridad descomunal unido a una religión-civilización batalladora y al surgimiento de una rama de radicalidad revolucionaria sin otro paralelo que el de la exitosa revolución iraní de 1979. 

 

Sin embargo, para entonces, el mundo normal – no intelectual ni espiritual – seguía su curso bajo el modelo en el fondo materialista de Fukuyama sin hacerse más preguntas. Así, le sorprendió como procedente de la nada el mayúsculo atentado del 11 de septiembre. Aquel día, out of the blue, es decir, inesperadamente, según la evocadora fórmula de Norman Podhoretz ante el cielo azul de Manhattan aquella ominosa mañana, el secuestro de cuatro aviones por un grupo de islamistas dirigidos desde Afganistán por Bin Laden, jefe de Al Qaeda, terminó con más de tres mil muertos en las Torres Gemelas, el Pentágono y un campo de Pennsylvania. Pero lo inesperado, en realidad hubiera debido serlo poco. En efecto, no se trataba tan sólo de que se hubiera detenido a los terroristas si hubiesen compartido información la CIA y el FBI, sino que Occidente, y Estados Unidos particularmente habían decidido no hacer caso a la inmensa retahíla de atentados islamistas apilada desde los años 70 sin mayor reacción que la de un gesto de desdén ante la incapacidad de estos de hacer mella en la ya decidida victoria del mundo liberal sobre a) el comunismo y b) el arcaísmo religioso y cultural, destinados a fundirse en un globalismo de cooperación económica y pacífico multiculturalismo. En suma, lo que iba a ser, no fue.

 

Sin embargo, la inercia globalista era imparable y así como íbamos a liberalizar económicamente a toda Europa del Este y llevar la OTAN a las fronteras de Rusia, como no íbamos también a convertir a medio mundo islámico – y luego el resto – a las bondades de la democracia liberal. Así que, primero en Afganistán y luego en Irak, además de enviar a las tropas a ganar guerras a estados fallidos repletos de grupos terroristas, enviamos a generales encargados de ganarse los corazones y las mentes de los islámicos a las maravillas de nuestro sistema. 

 

Ello tuvo como efecto prender la chispa de la denominada primavera árabe que llevó a las guerras de Libia y Siria, a una suerte de democracia en Túnez y a cerrar el círculo de las posibilidades democráticas en Oriente Medio en Egipto al pasar de una dictadura militar a otra después de haber hecho el intento de elecciones populares y haber acabado con una dictadura islamista entremedias. Todo ello no había impedido la expansión del terrorismo islamista a Europa (Francia, Bélgica, Alemania) ni suprimido el enfrentamiento cultural-civilizatorio entre Islam y Occidente que se reciclaba a medida que se eliminaban uno a uno sus grupos dirigentes: disminuida AlQaeda surgía el Estado Islámico y su sueño califal, las alianzas de conveniencia con Arabia Saudí reafirmaban las amenazas revolucionarias y nucleares de los mulás iraníes y la relativa pacificación de Irak extendía la influencia de terrorismo islámico a todo el Sahel. 

 

Entretanto en el ámbito de la economía, la expansión del modelo capitalista a China – que había descuajado cualquier intento de reforma de la dictadura política comunista en Tiananamen en 1989 – había convertido a esta en una potencia con la que continuar poniendo a prueba la tesis de los choques de civilizaciones. 

 

El globalismo comercial y tecnológico podía haber resultado provechoso materialmente por un tiempo, pero la existencia de este mundo “constantemente en presencia” no hacía otra cosa que no fuese incrementar los contrastes de las diferencias entre naciones y civilizaciones aumentando al mismo tiempo la posibilidad de discrepancias y enfrentamientos. 

 

Por otra parte, y del mismo modo que la caída del Muro fue precedida de inmigraciones masivas hacia Occidente de quienes iban rompiendo el cerco del Telón de Acero escapando del paraíso socialista y votando con los pies, la Guerra de Siria, generó un movimiento equivalente, pero mucho más numeroso y peligroso que alcanzó su culmen en el 2015. Chocaban dos civilizaciones sí, pero en cuanto podían, los habitantes del gran magma islámico y los de los países sin estado de Derecho de África acudían a Occidente. La emigración de europeos o americanos hacia esta otra civilización, sin embargo, no se daba. 

 

De modo que, se había producido una inmensa transformación del mundo occidental en pocos años. Para empezar, el modelo liberal había empezado a aguarse para los propios autores del invento en nombre de lo que se llamaba multiculturalismo, relativismo y lo que Pacal Bruckner bautizó como tiranía de la penitencia occidental. Para amortiguar el choque civilizatorio se trataba de menguar el carácter de la civilización viendo si así era más potable para las otras. En segundo lugar, se había comprobado que la conversión al modelo en otras latitudes o era de boquilla y para el logro de ventajas e intereses propios – caso del sistema chino de hibridación de capitalismo económico y tiranía política – o era una empresa titánica: Afganistán, Irak, Libia. Por fin, como las vidas de los hombres están limitadas en el tiempo, no parecía que se otease en el horizonte que el sacrificio por el globalismo – que había desindustrializado las naciones occidentales, que las había proyectado hacia el 100% de deuda, que las había vaciado de sus fundamentos espirituales y amenguado sus costumbres – fuese a devolver gran cosa a cambio en un plazo razonable.

 

Así que, en 2016, junio, los ingleses votaban en referéndum si querían permanecer en la UE, que además de ser un símbolo de este globalismo y dilución de soberanías nacionales en entramados cooperativos, era un invento para acrecentar el poder continental, situación geopolítica combatida desde el principio de los tiempos por las islas británicas. Como era de esperar, para cualquiera con conciencia de la historia que se acaba de relatar, dijeron que no. 

 

Desde el advenimiento de la modernidad, el proceso revolucionario occidental sigue el siguiente modelo. Comienza en Inglaterra (1689), continúa en los Estados Unidos (1776 y 1787) y culmina en Francia (1789), desde donde se extiende al resto del mundo.

 

En noviembre había elecciones en Estados Unidos. Y, como también era de prever, los votantes volvieron a decir no a la continuidad de la inercia globalista. La ventaja de Trump, vencedor de aquellos comicios, fue la claridad con la que contrastó las soluciones entre las que elegían los votantes: o el globalismo empobrecedor y vaciador de cultura y religión que había beneficiado más al establishment y a otras culturas que a la propia, o un retorno al modelo westfaliano de progreso en el seno de las naciones y las culturas propias sin interferencias desmesuradas en las ajenas. 

 

Si Fukuyama hubiera tenido razón con su obsesión hegeliana determinista, el futuro estaba escrito. Habiendo elecciones presidenciales en Francia en 2017, que había sufrido el terrorismo islámico y en la que se vivía una larvada guerra civil entre guetos islamizados fuera de la ley y franceses de toda la vida golpeados por el multiculturalismo – escena vívidamente descrita por el novelista Houellebecq en “Soumission” (2015) – debía dar la puntilla revolucionaria al ascenso del mundialismo. Salvó la pelota de partido Emmanuel Macron venciendo a Le Pen en el último debate, al convencer al votante que, después de todo, podían tener razón los “deplorables” de Inglaterra, Estados Unidos y Francia, pero que la alternativa a la tecnocracia del declive no podía ser una verdulera.  

 

Este es el mundo en que vivimos, pero la resistencia inimaginable del poder establecido en Occidente, visible en el rocambolesco retraso del Brexit, el impeachment permanente de Trump y el establecimiento de un consenso inapelable en los demás países, demuestran que la inercia globalista está dispuesta a un combate a muerte. Lo peculiar, es que combaten para ser devorados como cultura por el resto del mundo. Combaten por preservar sus privilegios tres minutos después de su victoria. Porque la des-civilización de Occidente no llevará a la paz en el choque de civilizaciones, sino a la victoria de otra o de otras. 

Mientras tanto en España, el vaciamiento cultural ha ido más lejos que en otras naciones (desaparición del Estado de Derecho sustituido por un consenso mediático inquisitorial, proceso de destrucción nacional interno tutelado por el poder establecido) pero la resistencia social es considerable. A su vez, Hernán Cortés y Francisco Pizarro han dejado el legado de una inmigración asimilable, lo que no es el caso de Francia, por ejemplo. 

 

Cuando nuestros antepasados lamentaban en el siglo VIII la “destrucción de España” demostraban en primer lugar que esta ya existía con la unidad visigoda y como anhelo a recuperar tras la invasión islámica. En segundo lugar, asumían el valor intrínseco de esa nación frente a alternativas intolerables. El momento no es del todo diferente a aquél. Una nueva destrucción de España está al acecho. Un choque de civilizaciones está en marcha en el que los enemigos internos han debilitado hasta el extremo el ser nacional. Tanto, que está a la merced de cualquier enemigo externo. España se enfrenta hoy a un dilema sobre su ser nacional. Si tuviésemos a Hamlet por modelo, dudaríamos. Como tenemos a don Quijote, no deberíamos. No fue acaso Cervantes quien dijo: “¡Español sois, sin duda! Y lo soy, lo he sido y lo seré mientras que viva, y aun después de ser muerto ochenta siglos”.