Yihadismo: Pacto de Silencio

por Óscar Elía Mañú, 3 de septiembre de 2017

Publicado en La Gaceta, 31 agosto 2017
 
Los especialistas suelen citar, como antecedente exitoso del pacto antiyihadista firmado por Rajoy y Sánchez en 2015 tras los atentados en París, el Pacto por las Libertades y Contra el Terrorismo firmado en el año 2000.
En aquella fecha, el Partido Popular de Aznar había ya revolucionado la lucha contra ETA, y las medidas puestas en marcha por Aznar y Mayor Oreja a partir de 1996 empezaban a poner a ETA contra las cuerdas, de forma que por primera vez en cincuenta años se divisaba la posibilidad de una derrota total de la banda. En esas circunstancias, el Pacto antiterrorista fue la inteligente táctica de Zapatero para subirse al carro de la previsible derrota de ETA, y hurtar o al menos compartir con el Gobierno el triunfo del Estado sobre los terroristas.

Poco después, el 11 de septiembre lo cambió todo en materia antiterrorista, al menos en el exterior: los terroristas de Washington y Nueva York cogieron desprevenidas a las agencias de inteligencia y fuerzas de seguridad norteamericanas. La 9/11 Comission estudió a fondo los fallos, graves y leves, cometidos antes del atentado, valoró críticamente los errores cometidos durante los ataques, y elevó recomendaciones. Se depuraron responsabilidades, y se abrió un debate sobre la reforma de las agencias de inteligencia, de las fuerzas armadas, y de toda la estructura de seguridad nacional.

El caso de España en marzo de 2004 fue justo al contrario: el torrente de escándalos, negligencias, errores y descuidos de las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia antes, durante y después de los atentados se cubrió de manera unánime: los organismos responsables, los partidos políticos, los medios de comunicación pasaron página obsesivamente, tratando de olvidar cuanto antes lo ocurrido el 11M. Los errores y negligencias Tras el 11M se extendió un manto de silencio.

Cada parte tenía sus motivos. Por un lado, la izquierda española se ha servido de aquel pavoroso crimen para culpar al Partido Popular de los muertos de Atocha; la falsedad grosera del argumento chocaba con la realidad, porque cualquiera con un mínimo de sentido común sabía que tarde o temprano España sería golpeada otra vez, al igual que cualquier país de nuestro entorno. Pero en la mente de muchos progresistas, la salida de Irak colocaba a España al margen de la amenaza. Por parte de la derecha, el PP admitió la explicación izquierdista, y presa del síndrome de Irak, trató de pasar página cuanto antes. Es una de las razones por las que la política exterior e Rajoy es más parecida a la de Zapatero que a la de Aznar: el miedo al sobresalto de quienes están en primera línea.

Eso explica que tanto la izquierda como la derecha se han ido refugiando en mitos para no afrontar el cariz de la amenaza, y pensar que España era diferente. EL primero de ellos es el mito de la excepcionalidad del trabajo policial español. Ciertamente, el nivel de las FCSE españolas es alto, pero no más que el de sus equivalentes en los países de nuestro entorno: pensar que nuestras fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia nos protegen más y mejor que los de los franceses o alemanes es de una ingenuidad pasmosa, a la que buena parte de la sociedad española se ha acogido durante tiempo. Las fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia de cualquier país occidental cumplen bien su trabajo, pero también cometen errores, el enemigo también cuenta, y no pocas veces acierta. Si España no ha sido golpeada desde 2004 es por la misma mezcla de suerte y trabajo policial que ha impedido otros atentados en otros países. La policía española, los servicios de inteligencias, no son mejores ni peores que los de los países de nuestro alrededor.

Pero en el caso de España, a los normales problemas policiales se suman los anormales. En materia policial, España muestra ahora fracturas evidentes, que el atentado de Barcelona ha mostrado claramente. La falta de coordinación entre las policías autonómicas impide que haya interlocutores claros, como les ocurrió a los belgas al comunicar, sin saber con quién, sobre el imán de Ripoll. La hostilidad de la Consejería de Interior catalana hacia la Guardia Civil y la Policía Nacional es evidente, como se ha mostrado con los TEDAX en Alcana. El desprecio de las autoridades catalanas a medidas básicas como la puesta de bolardos, sólo porque la directriz procede del Ministerio del Interior es otro ejemplo. A una amenaza global se responde con localismos: el desbarajuste de seguridad en materia autonómica, con competencias cruzadas e incluso contradictorias, es un problema de primer orden para impedir que el yihadismo vuelva a actuar.

A un nivel más amplio, a este tipo de problemas policiales se unen otros institucionales, sociales y políticos, típicamente españoles, que están lastrando el trabajo policial. En general todos se derivan de la falta de cumplimiento y de respeto a la ley que se ha instalado progresivamente en España. La obsesión multicultural permite que mezquitas e imanes radicales se muevan con libertad de movimientos, sin ser detectados ni expulsados: todo el mundo conocía de sobra el radicalismo de Abdelbaki es Satty, sin que el conocimiento tuviese consecuencias alguna. El buenismo penitenciario español permite que inmigrantes con delitos, lejos de ser deportados a sus países, salgan y entren de la cárcel delito tras delito: lo mismo pasan del tráfico de drogas al yihadismo. La tolerancia con las casas okupas, mimadas por partidos y medios de comunicación, implica que nadie sepa qué ocurre dentro, hasta el punto de que se pueden preparar explosivos. Los ayuntamientos de grandes ciudades utilizan la seguridad como arma ideológica contra el gobierno central; en fin, incluso uno de los terroristas disfrutaba de una vivienda VPO pagada con dinero público, y el alcalde de Ripoll propone pagar un dinero a su familia para superar el trauma. Todos estos problemas no solo impiden luchar contra el terrorismo: favorecen la posibilidad de nuevos atentados.

El atentado de Barcelona pone sobre la mesa todas esas disfunciones: errores derivados no sólo de la deslealtad nacionalista, sino de una serie de disfunciones institucionales, de falta de respeto a la ley y a la autoridad, que favorecen el delito y dificultan la acción policial, aun cuando esta se desarrolle brillantemente. Me atrevería a decir que este tipo de disfunciones y fracturas institucionales transmiten una imagen de debilidad que hace de España un objetivo mas apetecible.

Tras el 11M, el 16A ha sido una segunda oportunidad para adecuarnos a la lucha contra la yihad. Manifiestamente no ha sido así. La clase política ha transitado justo en dirección contraria, y la manta de la “unidad contra el terrorismo” vuelve a cubrirlo todo, tranquilizando conciencias por aquí y por allá, igual que en 2004. En verdad, no hay unidad en España en relación con el yihadismo. Ciertamente todo el mundo está de acuerdo en que es malo que nos atropellen en los paseos, nos acuchillen en las avenidas, nos disparen en un café o nos revienten en un concierto. Pero deducir de esto la existencia de una unidad contra el terrorismo es de nuevo de una enorme ingenuidad cuando no va acompañada de una política antiterrorista real.

Una política antiterrorista se basa en dos pilares: la convicción en los valores del orden constitucional y la determinación para defenderlos. En España no existen hoy ninguna de las dos cosas. El Partido Popular, desde 2008, carece de las convicciones y la voluntad para liderar una política antiyihadista tan ambiciosa como la fue la política contra ETA entre 1996 y 2004. Busca la unidad como medio para evitar verse de nuevo acorralado como lo fue el 13 de marzo de 2004. El Partido Socialista es pura ideología: multiculturalismo, feminismo, pacifismo, y busca la unidad para ocultar que estos –ismos generan inestabilidad. Por fin, Podemos y los grupúsculos antidemocráticos del Congreso están más preocupados por acabar con la convivencia que por acabar con los terroristas. Ni los medios de comunicación ni la sociedad civil están hoy en condiciones de exigir a unos y otros un cambio de postura sin ser calificados de ultraderecha por todos ellos.

En fin, el objetivo del pacto antiyihadista tiene poco que ver con el refuerzo policial e institucional, no tiene por objetivo implementar una estrategia amplia y profunda para acabar con el yihadismo. No hay consenso para ello, no hay unidad básica para ello entre firmantes, observadores y todo el circo montado alrededor. Ciertamente, la unidad no es necesaria: tampoco la había en 1996 o en 2000, pero entonces había al menos un gobierno con convicciones y voluntad clara, que forzó a los demás a sumarse a la estrategia contra el terrorismo. Hoy, el Gobierno es el que más comodo se encuentra con este Pacto de Silencio